En esta segunda parte dedicada a la ordenación urbana de Ávila nos ocupamos del Recreo, el Jardín del Rastro, el Paseo de Calderón, el Paseo de San Roque, calles y plazas, vergeles en el recinto amurallado, zonas verdes, espacios extramuros, plazas de San Vicente y del Mercado Grande, claustros monásticos, huertas conventuales, atrios parroquiales y jardines privados de disfrute general. Con ello, cerramos el apartado dedicado al ajardinamiento de la ciudad en un periodo centenario en continua evolución que ofrece enriquecedores testimonios tanto literarios como gráficos.
EL CAMPO DEL RECREO
‘El Campo del Recreo’, jardín que luego se llamó del ‘Dos de Mayo’, se halla situado al noreste del convento de Santa Ana, en el lugar conocido como ‘El Embobadero’, y estaba formado por un terreno que servía de descansadero y abrevadero de ganados. Sobre este espacio triangular que se utilizó en el siglo XVIII como Escuela Militar, el arquitecto municipal Idelfonso Vázquez de Zúñiga redactó en 1861 un anteproyecto de hermoseamiento que pronto se concretó en un «bello laberinto, muy bien adornado de arbustos de diferentes clases, que con el tiempo formarán un agradable conjunto: en su centro tiene una espaciosa glorieta, que después de colocados asientos y otros adornos, que tenemos entendido, se piensan poner, estará bastante vistoso», formándose pronto «un ameno parterre de arbustos y flores».
A partir de entonces se sucedieron numerosos trabajos de plantaciones, riego y alumbrado, realización de paseos, instalación de fuentes, colocación de bancos, y reubicación del kiosco de música y la ‘Palomilla’ traídos desde el Mercado Grande en esta época.
EL JARDÍN DEL RASTRO Y EL PASEO DE CALDERÓN.
En el jardín del Rastro, formado en el siglo XVIII sobre una hermosa alameda, contaba en 1865 con un «lindo paseo recién plantado», que en 1881 fue dedicado a Pedro Calderón de la Barca, coincidiendo con el segundo centenario del dramaturgo.
La celebración del acontecimiento se prolongó durante tres días con la construcción de un arco, el engalanamiento de calles, actividades culturales, una representación teatral, la inauguración de un busto del escritor, procesiones cívicas, funciones religiosas, actuaciones musicales y fuegos artificiales.
De la época del recién estrenado paseo nos queda el recuerdo compartido del viajero inglés John Lomas de 1884: «Una alameda sumamente bella, o jardín, se extiende por delante de la Puerta del Rastro -la puerta meridional- hasta la esquina sur oriental de la ciudad, y nos lleva así otra vez de vuelta a la Plaza del Mercado. Las vistas desde este paseo, sobre la gran vega parda, el río plateado y la distante Sierra de Ávila, son magníficas en sumo grado».
Por su parte, Jorge Santayana, escribió:
«Dado que hace más a menudo frío que calor, [Ávila] ha vuelto la cara y abierto las ventanas al sol. Desde el paseo de El Rastro la vista domina, por consiguiente, el aspecto más agradable y más humano del campo. A los pies se tienden los tejados de un barrio pintoresco, no exento de iglesias y campanarios; más allá, en el campo, se levanta el gran monasterio de Santo Tomás; se ven las largas carreteras derechas, a veces bordeadas de árboles, que cruzan el amplio valle, y puede incluso vislumbrarse el río»,
En la plaza central del jardín se construyó un estanque circular de piedra donde se levantaba un bello plato, dotándose también de bancos de piedra procedentes del edificio de la Alhóndiga derribado en 1881 y de alumbrado. Con el paso del tiempo desapareció la escultura de Calderón y la fuente ornamental se sustituyó por una pluma escultórica.
Así mismo, se dotó de una moderna biblioteca pública proyectada por el arquitecto municipal Clemente Oria en 1933, luego reconstruida por el arquitecto municipal Armando Ríos, lo que acrecentó el carácter cultural del jardín, al que se añadió un busto del poeta Rubén Darío levantado en una jornada festiva de 1973.
El paseo de Calderón constituye «un palco levantado por la Naturaleza sobre su propio soberano espectáculo. Un panorama que comprende siete leguas de extensión; es una visión magnífica. A los pies del espectador los arrabales de la ciudad, tierras y prados, caseríos diseminados, carreteras que serpentean, perdiéndose entre la variedad del conjunto, el río Adaja festoneando el Soto con arbolado, la dehesa boyal, los campos que se pierden hasta altas cumbres de Gredos, que coronan de plata las nieves perpetuas, confundiéndose a veces con las nubes de purísimo cielo», escribió el cronista José Mayoral en 1916. Y más adelante añade:
«Desde el paseo del Rastro se domina el Soto y la dehesa de Ávila con los productivos, sí, pero tristes campos de Castilla. El árbol pudo tener próspero cultivo en esta llanura dándola singular encanto con el río que la cruza». Sin embargo, parece en otoño una estepa y en invierno un extenso arenal que en mayo se viste de pompa nueva y en verano de mies dorada.
El actual jardín, un auténtico mirador, se encuentra en la mitad del paseo del mismo nombre que discurre bordeando la muralla por su lienzo sur y desemboca en la plaza del Mercado Grande. Sirve de antesala de la muralla, la cual tiene aquí entrada a la ciudad por la puerta llamada del Rastro y se formó sobre la magnífica alameda que da frente al balcón de Doña Guiomar y o mirador de los Señores de Villafranca levantado sobre la puerta del Rastro, puerta que también recibe los nombres de Gil González, de los Dávila, del Marqués de las Navas, de la Estrella y de Grajal.
Los tipos y personajes que se retratan en la antigua alameda popularizan y humanizan el espacio verde que cada día se llena de chiquillería y gran variedad de pájaros, tanto que Antonio Veredas en 1937 lo describía así: «No otro nombre que el de la Pajarera Abulense debiera ostentar ese jardincillo del Rastro que se extiende a los pies de la Puerta de la Estrella o de Grajal, ya que eso y no otra cosa es lo que parece, principalmente en esos hermosos días del estío avilés, cuando es invadido por un verdadero enjambre de niños de todos los tamaños y colores… El Rastro es uno de los sitios preferidos por las golondrinas que con nosotros veranean, por los jilgueros que se apartan del Soto, y aun por las lechuzas de las campanas de la Santa».
La saludable preferencia por este paseo que hoy tienen los abulenses también lo era para los personajes de La sombra del ciprés es alargada (1947): «Nos agradaba salir al Paseo del Rastro cuando el sol comenzaba a dorar el verdeante valle de Amblés… La irradiación que a aquellas horas se desprendía de la Naturaleza tonificaba nuestros espíritus para el resto del día».
EL PASEO DE SAN ROQUE.
A la salida de la ciudad, por detrás de la iglesia de San Pedro, sigue el paseo de San Roque, una solana sin árboles y con asientos que es mirador al sur de la cabecera del Valle Amblés donde sobresale el convento de Santo Tomás y siguen las torres de las iglesias de Santiago y San Nicolás con atrios sombreados de árboles que se levantan por encima del viejo caserío del extrarradio. Discurre el paseo paralelo al muro del convento de las Gordillas en dirección al antiguo camino de Madrid por El Escorial, habiéndose arreglado y reparado por el Ayuntamiento en 1857, como bien se recoge en el plano de Coello de 1864, y también retrató el arquitecto Isidro Benito a finales del siglo XIX y describió Fabriciano Romanillos. Al suroeste de la huerta de las Gordillas se encontraba la ermita de San Roque, y a partir de 1867 al final del paseo se levanta la plaza de toros de la ciudad, sobre cuyo horizonte se elevaban antiguos molinos de viento que construyó el cabildo catedralicio en 1791 y que a principios del siglo pasado retrató Ángel Redondo de Zúñiga en una pintoresca postal.
En la cabecera del paseo de San Roque, a finales del siglo XIX ya existía una zona arbolada, tal y como retrató Isidro Benito y contó Romanillos en su guía de 1900. Fue en 1946 cuando se acabó de ordenar «un nuevo parque con vistosos jardines. Desde él se contempla una hermosa vista panorámica, divisándose al fondo el aeródromo de ‘Los Llanos’ y la Ermita de Sonsoles, que puede apreciarse durante la noche por un faro de luz intermitente», escribieron Rafael Gómez Montero y Luis Belmonte.
CALLES, PLAZAS Y ESPACIOS ARBOLADOS.
No sólo los paseos y jardines públicos fueron los únicos exponentes de la naturaleza que verdeaba en la ciudad de Ávila, como lo demuestra el arbolado que históricamente ha ocupado calles y plazas, la ronda de la muralla y los atrios parroquiales, así como vegetación que se asomaba en los patios nobiliarios y palaciegos, los claustros catedralicios y monásticos, y las huertas conventuales.
Entre estos espacios, «no sé qué melancólico encanto por su soledad y por sus fachadas de piedra obscura, tienen para el viajero las plazuelas de Ávila», cuenta José Mª Quadrado. Y es que, ciertamente, «en Ávila existen muchas plazuelas», y «las plazuelas son el encanto de las viejas ciudades españolas», dijo Azorín en su discurso académico. Sobre ello, concluyó Unamuno: «¡Esas plazuelas apacibles y sosegadas que se abren dentro del recinto conventual de una eterna –no la vieja- ciudad castellana!». Y el propio Unamuno añade: «Yo he contemplado, y con una cierta mezcla de arrobamiento y temor, en Ávila, desde la muralla, uno de esos jardines adosados a esta, jardines misteriosos enjaulados, sumergidos en tenebroso y perfumado silencio» (Por tierras de Portugal y de España, 1911).
La naturaleza se mezcla también entre antiguos edificios y un callejero de traza medieval donde crecen árboles singulares que se mantienen durante siglos. Los primeros documentos gráficos que se conservan datan de la segunda mitad del siglo XIX y nos muestran la singularidad de este paisaje urbano que une en una misma perspectiva la monumentalidad de Ávila con el sombreado de los ramajes arbóreos que sobresalen en el terreno firme donde trasiega la población.
VERGELES EN EL RECINTO AMURALLADO.
Adentrados en el recinto amurallado, el plano de la ciudad que hizo Francisco Coello durante los años 1858-1864 identifica las plazas de Pedro Dávila y de Sofraga como únicos espacios arbolados públicos, los cuales contrastan con la apariencia gris que describió Madoz, cuando el caserío presentaba en general un estado de abandono, con plazuelas y calles mal empedradas, irregulares, estrechas y sucias, época en la que Ávila «había perdido la mayor parte de su población y riqueza, por esto se ven reducidos a ruinas o solares muchos edificios y aún calles enteras, y por falta de riqueza no se reparan las muchas fachadas que conservan la primitiva forma que les dieron hace cuatrocientos años».
En 1865 la plazuela de La Fruta presenta una densa arboleda, tal y como cuenta José Mª Quadrado. Sesenta años después, el Marqués de San Andrés se queja de que, en la plaza de Pedro Dávila, como también se conocía, había «un verdadero bosque de seculares y copudos álamos negros» que lamentablemente fueron talados en 1920 sin consultar ni atenerse a los dictámenes de las Comisiones de Monumentos. En su lugar se replantaron de nuevo acacias de bola, luego taladas pasada la mitad del siglo XX.
La plazuela de la Fruta «era una plaza rectangular con una meseta en el centro, a la que se llegaba merced al auxilio de tres escalones de piedra. En la meseta crecían unos árboles gigantescos que cobijaban bajo sí una fuente de agua cristalina, llena de rumores y ecos extraños», recuerda Miguel Delibes en palabras del protagonista de La sombra del ciprés es alargada.
En la novela, los grandes árboles formaban una sombreada alameda que cruzan los personajes un frío día de invierno, si bien, en el año en que se desarrolla la acción lo que había eran acacias de bola y la plaza presentaba un buen ejemplo de salón jardín en medio de la ciudad.
La plaza de Sofraga es el otro jardín público intramuros, situado junto al palacio del mismo nombre, una vez pasada la puerta de San Vicente, en él “se mecen frondosos árboles y murmura una fuente de las que reinando el Emperador se distribuyeron por la ciudad para ornato de ella y abasto de los vecinos”, escribió Quadrado en 1865. Pocos años después, este espacio verde dejó de serlo, ya que por un peculiar acuerdo municipal pasó a ser propiedad del Marqués de Peñafuente en 1872, quien lo incorporó al palacio, cercó el jardín, desplazó al exterior la fuente que había y cortó la arboleda existente, si bien luego el reciente propietario realizó nuevas plantaciones con diseño modernista.
Ya que en el recinto amurallado no proliferaron en exceso los espacios verdes públicos, llama la atención el arbolado que crece a la sombra de iglesias y palacios. Buenos ejemplos de ello son el centenario negrillo de la Santa al que cantó el cronista de la villa José Mayoral y que Antonio Veredas describió como “un olmo gigantesco” ya en 1939, y cuya imagen aparece en numerosas fotografías tomadas desde antiguo como un símbolo de santidad unido a la figura de Santa Teresa. Lo mismo ocurre con los árboles que señorean la plaza que da frente a las casas palacio de Superunda y Oñate los Guzmanes plantados hacia 1875, según observamos en la imagen retratada por Jean Laurent poco tiempo después, la misma perspectiva ajardinada que fotografiaron Mayoral y Pelayo Mas Castañeda en 1928.
En la segunda mitad del pasado siglo se recuperó como zona verde el solar que ocupó en antiguo Alcázar, situado intramuros de la puerta del Mercado Grande frente al antiguo edificio del Banco de España. El nuevo espacio se llamó en tiempos de la república Plaza de Blasco Ibáñez, luego de Calvo Sotelo y hoy de Adolfo Suárez. Su ajardinamiento se inicia después de la demolición de los últimos restos del Alcázar producida hacia 1950, pudiéndose observar su evolución en distintas vistas de la nueva plaza.
El claustro de la catedral siempre debió ser un hermoso vergel, y su imagen es utilizada para ilustrar las primeras tarjetas postales de la ciudad que hicieron Kaulat y Hauser y Menet a principios del siglo XX. Con igual prestancia, lo patios palaciegos de los Dávila, los Velada, los Oñate, los Verdugo y los Águila lucían bellos jardines interiores, y así fueron retratados por Pelayo Mas Castañeda en 1928.
ZONAS VERDES Y PLAZAS EXTRAMUROS.
Al exterior del recinto amurallado se abre el paisaje y el campo abulense en una perspectiva invariable hasta pasados los últimos cincuenta años. En el espacio que rodea la ciudad murada desfilan los árboles alineados en los tesos de las rondas norte y sur, y en los espacios abiertos se agrupan haciendo plazas sombreadas y cambiantes en su aspecto según las épocas. Este es el caso del incipiente jardín de San Vicente, de la plaza del Mercado Grande, de la plaza de Nalvillos, del circuito o plazuela de San Pedro o plaza del Marqués de Novaliches y luego del Ejército, o de la plaza de Santa Ana. Entre dichos espacios y plazas los más retratados han sido San Vicente y el Mercado Grande, por lo que dada su relevancia les dedicamos un apartado más adelante.
El circuito de San Pedro siempre fue un lugar abierto que comenzó a embellecerse con árboles a partir de 1877, tratándose su ajardinamiento por el arquitecto Ángel Barbero en 1893 junto con la plaza de Santa Ana, y luego en el proyecto de reforma interior de 1938. La iconografía de la plazuela de San Pedro nos enseña el lento crecimiento de las plantaciones que se hacen esporádicamente, como muestra la fotografía que hizo A.V.M. Junghaendel a finales del siglo XIX, igual que la utilidad de los árboles que servían de sombra y cobijo en la celebración del mercado que se extendía desde el Grande, según retrató Fernando López Beaubé en 1928.
En la plazuela de Santo Tomé el Viejo, llamada también de Nalvillos o de Castelar, se levanta un ‘copudo’ olmo o negrillo, de igual porte a los que se encuentran en el paseo del Rastro, la plaza de la Santa o frente a la Basílica de San Vicente, entre otros. En la misma zona, se encuentra la casa palacio renacentista de ‘Los Deanes’ donde actualmente se halla el Museo de Ávila, a cuya entrada se abre una amplia explanada frecuentemente arbolada entrado el siglo XX, lo que contrasta con la dureza pétrea del entorno.
La plaza de Santa Ana se quiso ajardinar, de la misma manera que la de San Pedro, en la comunicación que se pretendía entre el Mercado Grande y la Estación, si bien, en la plaza el único arbolado apreciado hasta los años sesenta del siglo pasado era el situado delante del humilladero del Cristo de la Luz que retrató Ángel Redondo de Zúñiga hacia 1906 y el plantado a la entrada del convento fotografiado por Fernando López Beaubé en 1928.
PLAZA DE SAN VICENTE. La primera imagen de la plaza de San Vicente, donde la muralla sobresale por una incipiente arboleda de centenarios negrillos la tomó Auguste Muriel en 1864, cuando realizaba para la Compañía de los Ferrocarriles del Norte un álbum de las localidades por donde pasaba el tren. La plaza «plantada de árboles que le dan un aspecto de un antiguo mercado» con un pequeño bosquecillo frente a la muralla fue dibujada por el historiador y arquitecto inglés G. E. Street en 1865. Entonces, la plaza no tenía la traza del parque o jardín que conocemos hoy, el cual no se daría por concluido hasta el año 1961, pasados más de treinta años desde que el Ayuntamiento se propuso limpiar y embellecer el entorno de la Muralla, cuya imagen presentaba un cercado con viejas casas adosadas a la misma y acumulaciones de tierras y escombros.
La recuperación y ajardinamiento de la plazuela, llamada antiguamente del Yuradero, es una de las progresiones que resultan más visibles a través de la fotografía y las postales antiguas, lo mismo que lo fue en diversos intentos fallidos de urbanización, como lo fueron sin éxito el Proyecto de Reforma Interior de 1938, la erección de un monumento a los Caídos de 1939, y el ajardinamiento y erección de un monumento a Isabel la Católica en 1946.
PLAZA DEL MERCADO GRANDE.
Aunque la plaza del Mercado Grande o de Santa Teresa o de la República en aquella época, nunca ha sido un parque, ni tampoco un verdadero jardín, lo cierto es tradicionalmente ha servido también como espacio de mercado, recreo, ocio y paseo, entretenimiento y descanso, así como lugar de manifestaciones públicas, lúdicas, sociales, militares y religiosas. La vegetación y el arbolado han sido replantados en multitud de ocasiones en la plaza decimonónica, si bien no con la intención de crear un espacio ajardinado al estilo de lo que se hizo en las plazas mayores de Madrid o Salamanca.
El Grande siempre ha sido una gran superficie llana de tierra o empedrada, tal y como la fotografiaron Clifford y Laurent, aunque antes, en 1853, desde el periódico El Porvenir Avilés se promovió la plantación de cuatro filas de acacias desde el edificio de La Alhóndiga hasta la iglesia de San Pedro, para ser utilizada como paseo y mercado semanal. La idea de ajardinar la plaza se produjo 1869, cuando se terminó de ejecutar la «formación de una plaza de recreo con su arbolado y asientos», según proyecto de Ángel Cossín, y finalmente «se embelleció con un lindo y cómodo paseo».
El arbolado de la plaza servía para dar sombra a los puestos que se instalaban los días de mercado, y cuando en 1898 el Ayuntamiento decidió reformar la glorieta de la plaza y cortar algunos árboles, fue clamorosa la oposición del vecindario y de la prensa local, manteniéndose entonces tan sólo dos hileras de acacias, como reseña Romanillos en 1900. Y es que, desde antiguo, los árboles del Grande, tanto de la plaza como del atrio de San Pedro, han sido testigos mudos de sus distintas transformaciones, permaneciendo y desapareciendo como iconos de su evolución arquitectónica y paisajística, tal y como se observa en el álbum de su historia.
CLAUSTROS MONÁSTICOS, HUERTAS CONVENTUALES Y ATRIOS PARROQUIALES.
La naturaleza se integró en Ávila también a través de la incorporación a su trama urbana de monasterios, conventos y parroquias, lugares todos ellos abiertos al cielo y la feligresía de cuya condición gozaba ataño la mayoría de la población.
La organización interior de la naturaleza presenta un orden ejemplar en la disposición de plantas, parterres y arbolado en claustro de los reyes del monasterio de Santo Tomás, tal y como fue retratado por Casiano Alguacil hacia 1876 y por Lucien Lévy en 1888.
La Encarnación y el monasterio de Santa Ana también lucieron un excelente verdor en sus patios enclaustrados, lo mismo que los cultivos hortícolas y los árboles frutales se hacían fuertes en sus huertas.
Los atrios de las iglesias han sido históricamente un buen terreno para el arbolado de cuya sombra disfrutan los parroquianos. Tal es el caso de las iglesias extramuros de San Pedro, San Andrés, Santiago y San Nicolás, y de las ermitas de San Segundo, Santa María de la Cabeza y San Martín.
JARDINES PRIVADOS DE DISFRUTE GENERAL.
Junto con las tradicionales imágenes de los parques de San Antonio, El Recreo y El Rastro, existen otros jardines que han ocupado un destacado lugar en la costumbre de coleccionar postales o ‘postalmanía’ de principios del siglo XX. Tanto, que hoy todavía guardan un especial atractivo por ser además la mejor muestra de la riqueza paisajística que enseñan, sobre todo una vez que ésta ha desaparecido.
Nos estamos refiriendo al Jardín del Balneario de Santa Teresa, situado en el municipio cercano de Martiherrero, también a la casa de baños Santiuste situada frente a la basílica de San Vicente y a la Granja de Santa Teresa, situada a continuación de la arboleda de san Antonio.
Igualmente, algunos hoteles de la capital lucían hermosos jardines, como fue el caso del Hotel Jardín abierto en 1896 y el Hotel París, llamado hotel Roma a partir de la guerra civil, siendo poco después demolido para ampliación del Hotel Valderrábanos, y del que guardamos una hermosa imagen del antiguo edificio modernista con un amplio jardín a la entrada.
El Balneario de Santa Teresa se fundó en 1894 por José Zurbano descubridor de un rico manantial de aguas minero-medicinales, tal y como reza una placa colocada en la fuente que dio origen al lugar. Era un lugar apacible, con extensos y frondosos jardines, donde el enfermo de los aparatos respiratorios y digestivo, encuentra seguro alivio a sus dolencias.
Aunque este jardín no se encontraba en Ávila, era como si lo fuera dada la gran vinculación que se estableció entre la ciudad y los ‘agüistas’, nombre con el que se conocía a la ilustre colonia veraniega que moraba en el balneario durante la temporada de apertura que iba de junio a septiembre.
Este grupo selecto de visitantes, junto con otros prestigiosos personajes que acudían en las mismas fechas, hicieron brillar a Ávila en el mundo de la política y la cultura, como bien recuerda José Mayoral.
Los jardines del balneario eran un auténtico parque de recreo, lo que sin duda constituía un verdadero reclamo para la captación de clientes, lo mismo que la ciudad de Ávila, de cuya relevancia monumental se servía publicitando reproducciones de su callejero según dibujo Karl Baedeker en 1897. La promoción del lugar se hacía remitiendo gratis guías del establecimiento y con la edición de una rica colección de postales publicadas en el primer tercio del siglo XX en las que puede admirarse su frondosa vegetación.
El centro dejó de funcionar como tal en 1936, año en que pasó a depender del Patronato Nacional Antituberculoso, para años después hacerlo como centro de Enseñanza Especial.
La casa de baños minero-medicinales Santiuste, situada frente a la Basílica de San Vicente, a un lado de la Avda. de Madrid en lo que fue el antiguo Colegio de Farmacéuticos, ya se anunciaba en 1900 como un antiguo y acreditado establecimiento embellecido con extensos jardines que estaba regentado por Aquilino Cruces, si bien hoy no se conserva nada de la frondosidad arbórea que se anunciaba.
A través de las postales antiguas conocemos la belleza paisajística del singular jardín particular fundado, trazado y dirigido por el ingeniero y académico correspondiente por Ávila José Manuel Ruiz de Salazar y Usátegui en 1904. Se hallaba situado al norte de la ciudad entre el jardín de San Antonio, la basílica de San Vicente y las ruinas de San Francisco. Debió ser un agradable parque de recreo, que, aunque privado estaba abierto al público en general.
Los terrenos de este permanecieron como espacios libres hasta que en los años cincuenta fueron engullidos por edificaciones.
Finalmente, otro de los jardines privados más relevantes que conviene reseñar, aunque en este caso restringidos al uso público y está fuera de esta sección, es el perteneciente al Marqués de Santo Domingo, realizado entre 1922 y 1924 por el jardinero-pintor Javier de Winthuysen, se halla pegado a la muralla en el ángulo noroeste del recinto, a la izquierda entrando por el arco del puente o de San Segundo.