Las plazas del Mercado Grande y del Mercado Chico de Ávila surgen en su entramado urbano unidas ambas por una misma tradición histórica: la de celebrar en el espacio arquitectónico que las configura las transacciones mercantiles y de aprovisionamiento, reuniendo en su entorno el bullicio de una ciudad siempre viva. Esto es el mercado, lugar de concentración de mercaderes y gentes de cualquier condición social, reunidos para el intercambio de alimentos, productos exóticos y artículos diversos, conversaciones y miradas, experiencias y recuerdos, todo mezclado en algarabía y trasiego de gentes y animales de carga.
45. LAS PLAZAS DEL MERCADO.
Las plazas del Mercado Grande y del Mercado Chico deben su nombre, precisamente, a la celebración en las misma de una intensa actividad mercantil donde convergen el campo y la ciudad. Son el mercado urbano de Ávila, donde desde 1144 se daban cita periódica los mercaderes de las “tres culturas” para vender sus productos. Ya en el año 1230, el ‘mercado de Sant Pedro’ figura como un mercado estable y permanente.
Según Rodríguez Almeida, la plaza del Mercado Chico se sitúa en la intersección del cardo maximus y el decumanus maximus, donde se levantaba el foro, que solía ser una plaza rectangular porticada, que los romanos usaban como centro de reunión para negocios, actividades políticas y toda la administración de la ciudad.
Después de siglos, a mediados del siglo XVIII, el Concejo proyecta reconstruir una nueva casa consistorial y convertir la destartalada plaza del Chico que preside la iglesia de San Juan en una plaza de «regulares dimensiones y decorosa arquitectura». Con esta encomienda, Manuel Riaza Gamónez hizo en 1764 un primer esbozo, presentándose después en 1773 la propuesta de plaza porticada de Ventura Rodríguez, marcando el diseño que servirá de base para su futura reordenación.
Al proyecto de plaza de Ventura Rodríguez le sucedió otro diseño de su discípulo y amigo, el arquitecto Juan Antonio Cuervo (1794). En 1851, el nuevo arquitecto municipal, Andrés Hernández Callejo, presenta los planos de los arcos de la plaza y de la fachada de la casa consistorial, y en 1860, cuando la ciudad contaba con unos siete mil habitantes, ya estaba casi terminada la plaza que conocemos. Finalmente, Idelfonso Vázquez de Zúñiga concluyó los planos de la Casa Consistorial aprobados por Real Orden de Isabel II de 20 de agosto de 1862, abriéndose entonces un largo proceso constructivo, el cual finalizó en 1868 de la mano del arquitecto provincial Ángel Cosín, quien ese mismo año se ocupó del diseño de la plaza con soportales del Mercado Grande.
El Mercado Chico es el nombre con el que la tradición oral siempre ha llamado a la plaza mayor de Ávila que preside el Ayuntamiento, donde había una fuente, un peso público y mesones alrededor, además de cerrarse como coso en días festivos. A partir de 1812, tras la aprobación de la constitución de Cádiz se llamó plaza de la Constitución. Con la dictadura de Primo de Rivera se nominó plaza de la Religión y plaza de Rey. Al comienzo de la Guerra Civil pasó a nominarse plaza Real. En 1939, volvió a renombrarse como plaza de la Victoria y en 2001 recuperó su nombre original de plaza del Mercado Chico. ?
La plaza del Mercado Grande se configura en el siglo XIII con la terminación de la construcción de las Murallas y el fin de las obras de la iglesia de San Pedro, junto al antiguo convento de Santa María la Antigua, así como las de la iglesia de la Magdalena. El solar que ocupa la plaza ha permanecido invariable hasta nuestros días llamándose a largo de los años plaza del Alcázar, de Santa Teresa y de la República, y hoy, de nuevo, de Santa Teresa.
En los alrededores del Grande residen los caballeros, los nobles y los clérigos y eclesiásticos. En el siglo XVI, los licenciados, escribanos, comerciantes, artesanos y mercaderes constituyen el grupo social que desarrolla su actividad entre el Mercado Grande y el Mercado Chico.
46. MERCADO LIBRE Y FRANCO.
Tradicionalmente la ciudad ha tenido su centro vital en los cosos de San Juan o el Mercado Chico y en el coso de San Pedro o el Mercado Grande, también en el coso de San Vicente. Además, ambas plazas, a lo largo del tiempo han sido testigos de hechos históricos, han servido de coso taurino, de fiestas y verbenas, actos religiosos, deportivos, procesiones, proclamaciones y recibimientos regios, homenajes y todo tipo de actos populares y manifestaciones.
Tal fue la importancia que tenía la celebración de mercados en la ciudad, que los Reyes Católicos, el 29 de noviembre de 1494, ordenaron a sus contadores y recaudadores que respetaran la merced que han hecho al concejo de Ávila del mercado franco de todos los viernes del año, lo que confirmaron días después el 8 de diciembre: «y en su virtud todas y cualesquiera mercaderías y otras cosas que se vendiesen y comprasen y trocasen y cambiasen en el dicho día de viernes del dicho mercado por cualesquier persona, así de la dicha ciudad y de su Tierra como de fuera de ella, fuesen libres y francos de toda alcabala».
Sobre la tradición histórica de los mercados abulenses, Valeriano Garcés reseña en 1863, cuando la ciudad cuenta con apenas siete mil habitantes (1.498 vecinos), que la ciudad celebra tres mercados cada semana en los días, lunes, miércoles y viernes. Los de los dos primeros son de granos solamente, y el del viernes de toda especie de géneros. Son bastante concurridos, pero con especialidad, el último, en el que se venden de toda clase de legumbres y frutas, diversidad de carnes, aves de corral, caza y algunos pescados.
47. ORDENACIÓN DEL MERCADO.
En tiempos medievales el desarrollo normal de las actividades el mercado requiere evitar las molestias que producían los animales de carga de los que se servían arrieros, trajinantes y demás mercaderes, por lo que el Concejo abulense decidió en 1487: «Ordenamos y mandamos, que por cuanto estaba ordenado por el concejo, que las bestias que vine a las plazas del Mercado Chico y el Mercado Grande en los días de mercados francos las bestias y acémilas que estuviese descargadas de sus mercaderías ocupaban mucho en las dichas plazas en los dichos días de mercado, y fue mandado que allí no estuvieran so pena de dos maravedíes».
La ocupación de los espacios públicos de la plaza del Grande, generó a favor de la iglesia de la Magdalena el derecho llamado ‘de suelo’ por el terreno de su propiedad que se utilizaba con mercancías, tal y como fue reconocido por el Concejo en 1487. Al tiempo que en el año de 1500 el Consistorio dispuso que el mercado se celebrara cada quince días, alternando el mercado Grande con el mercado del coso de San Juan o Mercado Chico, alternancia ésta ya existente siglos antes.
Sobre las traperas se concertaban en los mercados, el municipio, en julio de 1535, estableció que salieran todas al Mercado Grande. Y en el mismo mes se acordó también obligar a las panaderas a vender en el Mercado Chico y en el Mercado Grande el pan, que, por andar escaso, lo expendían en sus casas, no pudiendo proveerse bien las clases menesterosas. Tan escaso que apenas venían las mingorrianas, las mujeres del inmediato pueblo de Mingorría, principales abastecedoras del mercado de Ávila, al que daban una nota característica».
Por acuerdo de junio de 1548 el mercado se ordenó así: «A un lado, las tiendas portátiles de plateros, sastres, lenceros, ropavejeros, jubeteros, calceteros, latoneros, curtidores, silleros, caldereros, agujeteros, bolseros. A otro, las arquetas con collaradas, sortijas, alfileres, cuchillos, tijeras. Estaban en otro, los puestos de frutas, vasijas, pan, trigo, cebada y hortalizas; y en otro se hallaban las mesas de carne, las de los cereros, rematadas por un soporte del que pendían las velas, y los herradores.
Por otro lado, los días de mercado también eran aprovechados para pedir limosna, y en ello se afanaban las cuadrillas de San Juan en el Mercado Chico y de San Pedro de la Cofradía de la Veracruz en el Mercado Grande, pues con esta recaudación debía atender a los pobres de la cárcel según la encomienda hecha por las ordenanzas de 1551.
La intensa actividad mercantil desarrollada en el Mercado Grande originó a lo largo de su historia diversos conflictos entre el Concejo y los comerciantes. Así, tuvo que prohibirse la instalación en el Mercado Grande de tiendas arrimadas a los muros y los entrecubos de la cerca, igual que tampoco se permitirá ocupar la calle que había entre la calle Albardería (San Segundo) y la cerca. En otra ocasión, en 1559, el Concejo prohibió algunos vecinos que vivían bajo los soportales del Mercado Grande alquilasen éstos a los comerciantes. Y en 1591 se consideró que el callejero de la ciudad amurallada no era el lugar adecuado para el trasiego de carros y caballerías, como tampoco hoy día parece idóneo para el tráfico. Por eso, el 15 de julio, el Consistorio ordenó que los carros y carretas debían parar en la plaza del Mercado Grande, entre otros lugares, y desde aquí efectuar los portes necesarios al interior de la ciudad.
En los días de mercado los visitantes y comerciantes descansan a la puerta de los mesones y posadas, o “echando el alboroque” en las numerosas tabernas del Chico o del Grande; y no pocos escandalizando en los bodegones del Puente, escribió Veredas. Entonces se contaban las posada del Mercado Grande, del Rastro, de la Fruta, de la Estrella, del Puente, de la Feria y de las Vulpes.
Las posadas eran lugares de acogimiento de viajeros, feriantes, arrieros y trajinantes, ofrecen la cara doméstica de formas tradicionales de vida. Las numerosas fuentes con que cuenta la ciudad, como las del Mercado Chico, el Mercado Grande, la Plazuela de la Fruta, las Vacas, la Sierpe y el Pradillo, concentran en su entorno a la muchachería y el bullicio de una sociedad que lucha por la subsistencia.
48. ESTAMPAS LITERARIAS.
El viajero y periodista León Roch (seudónimo de Federico Pérez Mateos) captó en 1912 unas interesantes impresiones de Ávila en su recorrido por la ciudad, “tan austera y adusta, honestamente recogida entre sus fuertes murallas, inmutable y eterna, como si sobre ella no hubiera pasado el tropel de los siglos”. Igualmente, Roch se asombra de la estampa de los burros que tomaban la ciudad cargados de mercaderías y cántaros de leche: “se agrupan confundidos los fuertes y sesudos asnos… No se escucha un rebuzno; ni siquiera los asnos jóvenes se permiten una indiscreta insinuación con las burritas gentiles”. En ese día de mercado se ven campesinos vestidos de negro, de graves rostros; asnos cargados de cazuelas, pucheros y gallinas, ofreciéndose un destacable contraste entre el carácter propio de la ciudad y la incipiente aparición de la vida moderna.
También hacia 1912 llegó a la ciudad el pintor José Gutiérrez Solana, año en el que pintó una sangrante escena de la semana santa abulense. En su relato Solana cuenta: “Es viernes y hay mercado en la plaza. Se ven bueyes, mulas y otros ganados; viejos labradores, mujeres con cestas al brazo, pastores con medias azules y perneras de piel de oveja, y pobres pidiendo comida entre los feriantes; sacos de legumbres, patata y frutas, pellejos de vino y barriles de pescado. Son éstas impresiones que recogerá después en su libro La España Negra, el mismo título tenebroso que ya había dado el también pintor Darío de Regoyos al libro de su viaje de 1888, fecha en la que pintó dos vistosas acuarelas del Mercado Grande en día de mercado, aunque en el texto describía la puerta del Alcázar como siniestros calabozos inquisitoriales.
En un viaje cultural y de estudios del año 1916, llegó a Ávila Federico García Lorca, que por entonces destacaba como un joven músico de 18 años. La ciudad monumental le pareció a Lorca la edad media levantada del suelo, y qué asombro le produjo el colorido de los trajes de hombres y mujeres que son el tipismo del campo, los cuales llenaban la ciudad para honrar a Santa Teresa en su fiesta, según carta a sus padres que escribió el 19 de octubre de 1916.
Siguiendo las palabras de Azorín, pronunciadas en 1924 con motivo de su ingreso en la Real Academia, diremos que Ávila es una Atenas gótica que señorea los graneros, las eras y los mercados de toda Castilla. Y toda la espaciosidad de una plaza, en la que sólo se ven un caballero con sombrero de copa y una dama con miriñaque y una sombrilla, es la representación de Ávila en las viejas estampas. Azorín había leído el libro de Quadrado de 1865, donde se insertan las estampas de Ávila dibujadas por Parcerisa, y también había consultado la guía de Valeriano Garcés de 1863, y bien pudo decir: “Ávila es, entre todas las ciudades españolas, la más siglo XVI”.
La transformación de la ciudad durante los días de mercado es un recuerdo inolvidable para los viajeros y los propios abulenses, pues no en vano tanto el Mercado Chico como el Mercado Grande ejercen una especial atracción visual y sentimental que siempre permanece en la memoria, tal y como el filósofo y pensador Jorge Santayana lo describe recordando la imagen que ofrecía el mercado semanal de los cosos de San Juan y de San Pedro a principios del siglo pasado:
“El campo invade la ciudad todos los viernes por la mañana, y llena el mercado de campesinos y mercancías rurales. Llegan al amanecer en grupos desde sus pueblos, montados en sus temblorosos borriquillos, a la grupa el hombre o la mujer detrás de las alforjas de mimbre cuádruples, rebosantes de tomates colorados, de pimientos verdes y rojos relucientes, de lechugas y garbanzos o patatas de color terroso… No eran sólo hortalizas lo que estos campesinos autosuficientes llevaban al mercado: había también gran cantidad de prendas de fabricación casera, como alpargatas con suela de cuerda, y cacharrería campesina, botijos y cántaros relucientes de nuevos y no menos lisos y rotundos que los maravillosos melones y las sandías de pleno verano”.
En 1935, Antonio Veredas nos describe así un día de mercado: “De todo el territorio avilés llegaban también sus gentes con el fin de adquirir lo que para la semana precisaban, recueros, acemileros y comerciantes. Solo comprende el mercado, que continúa celebrándose los viernes, los artículos que producen las huertas de los arrabales de la capital y algunos pueblos del territorio, más ganados y baratijas de quincallero. Esto no obstante, todavía resulta ese día en Ávila extraordinariamente animado y de gran color regional; no faltando interesantes tipos serranos y morañegos, con sus listadas alforjas al hombro; los carros de mulas, yuntadas a la usanza de hace cuatro o cinco siglos; los grupos de borricos en las puertas de los mesones; los sacamuelas; los músicos callejeros; el romancero de crímenes espeluznantes; los tullidos, proclamando a gritos sus calamidades; la familia pueblerina que viene ‘de vistas’ y, en fin, el cura de aldea, envuelto en su capote de campo y montado en pacífico corcel”.
Miguel Delibes, en La sombra del ciprés es alargada (1948), toma la ciudad de Ávila para desarrollar la acción de sus personajes, quienes los viernes se trasladan al mercado del Chico, aunque ya no tuvieran su antigua encanto. Mientras, Camilo José Cela, a su paso por el Mercado Grande nos describe la riqueza monumental y humana de la plaza, lo que hace después de poner en orden sus papeles en una mesa del café “Pepillo”:
“A la plaza de Santa Teresa llegan los autobuses de la estación, con su cargamento de señoras de luto y capidengue, sus campesinos de cayada y bufanda, sus niñas de lazo y falda dominguera, sus mocitos serios y pensativos: sus garzones de boina y acné juvenil, sus zagales que aprenden para cura, para mancebo de botica, para comerciante, para veterinario, para auxiliar de hacienda, para escribiente de juzgado, para muerto en olor de santidad”.
Ávila es como Constantinopla, escribió José Jiménez Lozano, donde el Mercado Grande constituye, junto con el Chico, el grueso de la actividad comercial. En el Grande “se trajinaba en un comercio menor como el mercado de la tea, si bien un poco más arriba estaba la zona de los mesones y, luego, un poco más arriba todavía, se extendían los barrios cesteros y alabarderos, y también, como en torno al Mercado Chico, había hornos, herrerías y carnicerías, Y, por todas partes, incluso hilanderas, fundidores, tintoreros y cardadores, oficios en que predominaban islámicos y judíos, que tenían sus casas junto o entre las de los cristianos viejos”.
La imagen campesina que presenta la ciudad cada viernes de mercado todavía se mantiene hoy día, si bien ya sólo se localiza en la plaza del Mercado Chico, mientras que en el Mercado Grande se dan cita las gentes de los pueblos para disfrutar del viernes y la compañía, alternando en animada conversación.
49. FERIAS.
El Mercado Grande alcanzaba especial relevancia durante las ferias que se celebraban en la ciudad, manteniendo con ello su tradición medieval. Valeriano Garcés señala en 1863 que la ciudad celebra dos ferias, una del 22 al 29 de junio, y otra del 8 al 11 de septiembre, llamadas, la primera, de San Pedro, y la segunda de San Gil. En la primera se presentan toda clase de géneros de comercio, así como también infinidad de ganados de todas clases, pero especialmente caballar y mular, y esta parte puede decirse, que solamente se efectúa en los tres primeros días, de los que dura la feria. La de objetos de comercio tiene lugar en la Plaza del Alcázar o del Mercado Grande para las tiendas de quincalla, loza, juguetes, cristalería, zapatos, lencería y encajes, guarnicioneros, etc. en el centro de dicha plaza, donde el Ayuntamiento construye (por contrata) unos cajones o casetas de madera, para comodidad de los vendedores; en sus inmediaciones se colocan los caldereros, beloneros y confiteros: en las tiendas de los soportales de la misma.
En los días de feria se abarrotan las calles de Ávila, sus cafés, posadas y tabernas, de gentes pintorescas, como chalanes, gitanos, ricos ganaderos y familias pueblerinas, escribió en 1935 Antonio Veredas. En la misma línea, Luis Belmonte recoge en su guía de la ciudad el ambiente ferial que se respira veinte años después: “Tanto las ferias como los mercados, constituyen verdaderos museos de interesantes cuadros costumbristas y fuente de infinitos motivos populares para plumas y pinceles. Principalmente en las ferias, las calles se pueblan de gentes heterogéneas, de pintorescos tipos que invaden los cafés, tabernas y posadas; de chalanes y gitanos, con cachavas al brazo; ricos ganaderos y hombres del pueblo, vestidos a la usanza del país”.
Siglos atrás, en 1536, el Concejo había acordado que la feria se celebrase doce días antes y doce días después del día de San Mateo. También desde antiguo, la feria se celebraba en la plaza del Mercado Grande, hasta que en 1503 el municipio la trasladó al Mercado Chico, lo que produjo la queja de varios mercaderes que acudieron a los Reyes Católicos obteniendo de estos una respuesta inicial favorable, a lo que se opusieron los regidores de los lugares y pueblos de la tierra de Ávila. Finalmente, los Reyes dispusieron que se celebrara alternativamente en el Mercado Grande y en el Mercado Chico.
La feria de Nuestra Señora de septiembre fue declarada franca por el municipio tal y como se recoge en la ordenanza del día 2 de ese mes de 1526: Que la feria «sea franca e libre para todos los forasteros que a ella vinieren a vender sus ganados e otras bestias e no paguen alcabala ni otro derecho. Item que sean francas todas las mercadurías que están en las rentas del peso mayor o menor. Item que sean francas las mercadurías que están en la venta de la sal, de las zapaterías, e brocateles e sayales. Iten las de la buhonería e joyería e ropa vieja e esparto e vidrio e ollería e cobreía e sillería e paños».
50. AVILESES.
Los tipos humanos que pululan por las plazas del Grande y el Chico en días de mercado encontraron en la llamada pintura de género o costumbrista una extraordinaria forma de recreación plástica, y en ello se afanaron un significativo elenco de pintores, cuyas obras son importantes exponentes de la historia de la pintura. Los hombres y mujeres retratados son la expresión de una arraigada tradición cultural que todavía hoy puede apreciarse en la distancia, engrandecidos por la luz y color que sabiamente combinan los creadores artísticos.
En las pinturas de Bécquer, Zuloaga, Sorolla, Echevarría, López Mezquita, Eduardo Chicharro, Soria Aedo, Caprotti, y Martínez Vázquez la realidad se adentra en el interior de los personajes con una fuerza desgarradora tal que los despoja de cualquier localismo para profundizar en el ser humano. Los ojos llameantes, los rostros surcados, la sonrisa natural y alegre, la quietud de ánimo y del tiempo, los semblantes expresivos, la necesidad y la virtud, el sentimiento religioso, el paso de los años, el bronco y austero espíritu castellano, y los contrates festivos y melancólicos son notas sobresalientes de los tipos retratados en la obra abulense de dichos pintores, quienes utilizan modelos y paisanos de Ávila y sus pueblos que posan orgullosos de representar a una “raza” de hombres y mujeres valientes, como fue el caso de Gregorio “El Botero” que inmortalizó Zuloaga, los tipos que pintó Chicharro llamados “El jorobado de Burgohondo”, “Angelillo el tonto”, “El Tío Carromato” y “El Alguacil Araujo”, o las mozas y serenos que retrató Caprotti. Son expresivos retratos de hombres tocados con sombrero de paño y de mujeres que se cubren la cabeza con pañuelos y gorros de paja que completan nuestro imaginario de tiempos pasados que ya son parte del ideario de la cultura popular. A ellos sumamos los expresivos ambientes del Mercado Chico que pintó Fernando Sánchez
Por su parte, la fotografía es uno de los soportes gráficos más agradecidos para explicar la historia y mostrar la realidad física y material de las cosas. La belleza plástica de los tipos avileses integrados en la monumentalidad de Ávila y en los escenarios de mercados y ferias tiene en la fotografía uno de sus mejores testimonios. Ávila no era sólo una ciudad monumental, también era un hervidero de mercaderes y feriantes, de aldeanos y arrieros que llenaban las posadas, de lecheros y panaderos que acudían diariamente ofreciendo sus productos, de lugareños en traje de fiesta, de militares y soldados de la Academia, de curas y seminaristas de la diócesis, de aguadores y criadas que amenizan las fuentes de la ciudad con bullicio y jolgorio entre animales y la muchachería.
Siguiendo los pasos de los curiosos visitantes del siglo XIX, observamos con ingenuidad como en Ávila todo el mundo iba en burro; los habitantes de la ciudad con frecuencia tenían pájaros en jaulas; el viejo tipo popular luce peculiares sombreros, elegantes chaquetas, pantalones cortos y ceñidos, de extrañas “perneras” de cuero y amplios abrigos; los hombres van envueltos en voluminosas capas y redondos sombreros o gorras de colores subidos, las mujeres son las más elegantes y llevan vestidos de color discreto forrado de franela de color rojo intenso o verde, enaguas de gutapamba y medias azules o moradas; los hombres visten con grueso tejido azul, anchas fajas, sombreros puntiagudos, zahones de piel, pantalón corto, zuecos y polainas; finalmente comprobamos que en las calles vagan curas, mendigos y funcionarios públicos, en los conventos pululan los monjes, y al mercado local afluyen campesinos, con vestidos de vivo color.
Poco se sabe de las condiciones de vida de los tipos avileses en las que se desenvuelven o de las penurias que arrastran, tampoco de la verdadera religiosidad de su vida interior. Es como si todo fuera apariencia, solo se transmiten y exteriorizan viejas formas de vida provinciana y del medio rural que desbordan alegría y colorido, también situaciones de pobreza, donde la indumentaria, la frenética actividad mercantil de ferias y mercados, el paisaje urbano de fuentes y posadas, y la grandiosidad de la ciudad medieval constituyen una rica escenografía que configura la típica fisonomía de Ávila. Con todo, se construye la identidad de un pueblo que se mantiene vivo, a la vez que se descubren aspectos que son o quieren ser familiares a todos los abulenses, de ahí que los modelos o tipos elegidos se pierdan en el anonimato, a la vez que de su representación comulgan la generalidad de las gentes de Ávila.
En las típicas estampas del trasiego humano en ferias y mercados aparecen hombres y mujeres entretenidos en sus faenas y ocupaciones, pasan animales de carga y transporte, y se advierte la alegría y la miseria, el bullicio festivo y la piadosidad. Poco importan las circunstancias sociales del momento, aunque sí el escenario del paisaje rural y urbano que delata el contexto histórico del lugar retratado, y con el que se quieren establecer complicidades de paisanaje en su contemplación. El gusto por estas imágenes mezcla el puro amor romántico con el apego a las tradiciones y costumbres de nuestros antepasados, lo cual se acrecienta en el caso de la pintura al gozarse de nuevas sensaciones por su riqueza compositiva y cromática, sin intenciones de análisis antropológicos.
Más allá de los retratos humanos y de la simpleza o retorcimiento de las posturas que adoptan en sus poses, los tipos muestran peculiares atuendos y ropajes que antaño lucían nuestros antepasados, a la vez que exhiben la belleza plástica de la fisonomía humana que se luce en formas y redondeces de cuerpos. Con todo, la vestimenta y el traje, o algunas prendas, como la gorra de paja, el sombrero o los manteos, son tan identificativos que a nadie se le escapa el tipismo que nos es propio.
Finalmente, sirva cuanto hemos reseñado para saber de la riqueza histórica del mercado abulense como parte de nuestra identidad cultural, recuperado hace y en él puede imaginarse el Mercado de las tres culturas recuperado hace XXVII ediciones como Fiesta de Interés Turístico Nacional.