Antaño la actividad comercial que se desarrollaba en el medio rural tenía su máximo exponente en los arrieros y trajinantes, quienes se ocupaban del transporte y el intercambio de productos de todas las clases, mientras los copleros vendían viejas canciones y romances que tarareaban. Después, e incluso hoy, son los vendedores ambulantes los que abastecieron de productos y servicios elementales a los habitantes de los pueblos, mientras las melodías de antiguas historias solo quedan en la memoria de los mayores. Estos vendedores todavía hoy siguen recorriendo calles y plazas ofreciendo una gran variedad de útiles, y la visión que presentan los distintos personajes que visitan los pueblos ofreciendo sus productos atestigua la existencia de vida en lugares que parecen abandonados.
El viaje que se presenta sigue los pasos de los arrieros y trajinantes, o de los vendedores ambulantes y copleros. Ahora bien, el viajero que sigue esta ruta por los pueblos abulenses de la ribera del Adaja no vende nada, sino que acude a enriquecer su espíritu y sus conocimientos sobre las poblaciones por las que pasa. La figura de aquellos personajes que iban de pueblo en pueblo también forma parte de la historia local, por lo que este itinerario es como un reencuentro con viejas formas de vida.
Reproducir los recorridos que hacían arrieros, trajinantes, vendedores ambulantes y copleros es hacer la ruta que discurre por la mayoría de nuestros pueblos. Las calles y plazas de los pueblos y de la capital siguen siendo un buen puesto de venta para afiladores, meloneros, almendreros, cacharreros, colchoneros, triperos, ajeros, huertanos y pañeros, entre otros muchos, lo que debe llamar la atención de los viajeros. La figura de estos personajes trotantes todavía sigue cautivando a los vecinos y, aunque ya no son anunciados por el alguacil, su presencia rompe la monotonía de la vida diaria en el campo. Su atractivo está en reencontrarse con típicos personajes que tradicionalmente han formado parte de la vida cotidiana de la actividad comercial, incluso del ronroneo musical del medio rural.
ARRIEROS Y TRAJINANTES. Los arrieros y trajinantes de la zona desarrollaron una de las actividades comerciales más importantes dentro de la economía local y provincial durante los siglos XVIII y XIX. En la actualidad, sus herederos, los transportistas y vendedores ambulantes, tienen una presencia testimonial en actividades de porte de ganado, harina y materiales de construcción, y la venta de pan, ropas, ultramarinos, frutas y hortalizas, y artículos de feria.
Dentro del transporte realizado con animales de carga existían dos tipos de profesionales: el arriero, que es aquel que transporta géneros por encargo; y el trajinante, que transporta géneros, dedicándose a la compraventa de los mismos por cuenta propia. A pesar de esta diferencia teórica, en la realidad el arriero en alguna ocasión trajinaba y el trajinante
transportaba por cuenta ajena.
En el siglo XVIII está documentada la existencia de arrieros en unas noventa localidades de la provincia, y sus beneficios se calculaban en 946.848 reales anuales. Las mayores densidades de arrieros se producían en el cuadrante nororiental de la provincia, entre las localidades de Avila y Arévalo, ambas incluidas, en las que las ganancias obtenidas por sus arrieros alcanzaban casi la mitad de las ganancias calculadas para la arriería de toda la provincia, destacando por ello Pajares de Adaja, Mingorría y Santo Domingo de las Posadas. Los productos con que traficaban estaban constituidos por los excedentes agrarios de la comarca y por la importación de los deficitarios.
A este respecto, en 1830, Richard Ford añadió las ventajas de desplazarse con los arrieros: «Viajar con un arriero, cuando el viaje es corto o va una persona sola, es seguro y barato. El arriero va a pie junto a sus burros, o montado en uno encima de la carga, con las piernas colgadas junto al cuello. El arriero español es un hombre agradable, inteligente, activo y sufrido; resiste hambre y sed, calor y frío, humedad y polvo; trabaja tanto como su ganado y nunca roba ni le roban». Ya entrado el siglo XX, con la llegada del ferrocarril y las primeras camionetas el número de arrieros descendió considerablemente
VENDEDORES Y AMBULANTES. El alguacil del pueblo, con la boina calada –reservaba la gorra de plato para los días de fiesta– callejeaba haciendo sonar su trompetilla de esquina en esquina y recitando de corrido el pregón que se terciaba. Según fuera su contenido el toque de la trompetilla era distinto: largo y continuado si era de orden de la autoridad, y más corto y preciso en caso contrario. Las gentes del pueblo salían a la puerta con oído atento; los más despistados corrían a la esquina siguiente detrás de unas notas monocordes, como si fueran seguidores del flautista de Hamelín. Según la época del año, raro era el día que no acudían pañeros, cacharreros, colchoneros, cebolleros, afiladores... Unos y otros se iban turnando armoniosamente con sus puestos en la plaza, o en su deambular de puerta en puerta.
Todos estos hombres y mujeres que visitaban nuestros pueblos lo hacían con tanta frecuencia y regularidad que terminaron convirtiéndose en uno más. Muchos de estos curiosos visitantes solían quedarse varios días e incluso hasta meses, como las vendedoras de uvas, los segadores y los comediantes.
Por otra parte, las prácticas mercantiles utilizadas hacían más fáciles las relaciones entre todos. Así, el regateo, el trueque o el intercambio de productos: judías por trigo, trapos por pucheros, carracas por pan, etc., favorecían el diálogo y poco menos que la amistad.
De Saornil venía el tío Cancha vendiendo leche de cabra. Ataba su yegua blanca a la puerta del bar de Fausto Vázquez de Mingorría y allí se le podía ver siempre jugando a las cartas. Un día llegó a estar doce horas seguidas; la yegua fue su convidado de piedra y poco faltó para que desfalleciera. En alguna ocasión tardó tres días en volver a su casa. Por navidades solía traer algún cabrito para delicia de comensales.
Los afiladores llegaban de Galicia, de Orense sobre todo, quienes todavía siguen haciéndolo, bicicleteando de pueblo en pueblo, recorriendo un largo y pesado itinerario. Tocaban una graciosa e inconfundible armónica mientras pedían cuchillos y tijeras que no cortaban. Los niños, traviesos y alborotadores, se arremolinaban a sus espaldas y gritaban: «El afilador, cuanto más bruto, mejor».
El tío Elías, hojalatero sesentón con bigote negro y muy moreno, venía de Arévalo. Se paseaba haciendo ruido con una sartén y un hierro, percusión tronadora, mientras se anunciaba: «Nuestro oficio es un oficio muy chulo. Señora, ¿quiere usted que le eche un culo? (a las cazuelas y pucheros)». El tío Elías se sentaba en la plaza del pueblo, a la puerta de la posada, con una estufilla entre las piernas donde fundía el estaño que después aplicaba sobre los desollones y rajas de las cazuelas, pucheros y palanganas. Un día la muerte
le sorprendió en este trastear. Fue enterrado en una fosa del cementerio de Mingorría, como un soldado batallador de una diaria lucha contra la vida.
Con el buen tiempo llegaban los colchoneros de Villanueva de Gómez, que vareaban los colchones de medio pueblo mientras la lana se oreaba al sol. Utilizaban unas largas varas de fresno que silbaban en el aire antes de golpear y espolvorear los mechones extendidos
en el corral.
Los loteros, vendedores oficiales de lotería, traían la suerte colgada de la chaqueta, siempre azul. Paseaban orgullosos con su gorra de plato y, a veces, con un guardapolvos también azul. Parecían conserjes de algún ministerio o instituto. Llegaban de Madrid en el tren de las diez y regresaban al atardecer, después de repartir pobres esperanzas en las que muy pocos confiaban.
Tanis y Carpio, mendigos de Maello, vivían de la buena voluntad de la gente. Eran hermanos y ciegos, aunque uno de ellos decía distinguir bultos y sombras. Tenían seis dedos en cada mano y en cada pie. Al anochecer pedían limosna mientras, agradecidos, cantaban por soleares. La gente se reía sarcásticamentede su ceguera, por eso mendigaban de noche: al fin y al cabo no distinguían entrela luz y la oscuridad. También venían pidiendo limosna o la voluntad Güengue de Navaluenga y Merejo (Aurelio Nieto) de Avila, quien se ofrecía como limpiabotas.
De Muñana y Villanueva eran los esquiladores Segundo y Templaíto, hermanos. Armados de grandes tijeras cortaban los mechones de lana, muy crecidos, de las ovejas y a veces esquilaban a algún burro melenudo.
El tío Rascayú, de Arévalo, enamorado de Luciana la santera, hacía muebles a cambio de comida y unas monedas. Se instalaba en una casa los días que fueran necesarios para terminar aquellos grandes armarios, construidos en la misma habitación donde se ubicaban y de donde no pueden salir sin romperse. Este singular carpintero alargaba su trabajo lo más posible con el fin de tener la comida asegurada unos días más. Muchos años después, ya viejo, llamaba de puerta en puerta pidiendo a sus antiguos clientes una propina y algo de comer, y en alguna ocasión se quedaba a dormir en pajares o paneras.
Tío Requena y Tío Ronda, de la Vega de Santa María, arreglaban y hacían albardas y colleras de burros, mulas y caballos. En Mingorría, el tío Claudiete hacía los ataudes y carracas de Miércoles Santo que cambiaba por un trozo de pan. En Velayos eran el tío Trifón y el tío Calixto quienes hacían los ataudes.
Los ataudes se pintaban con anilina y en una ocasión, en Cardeñosa, cuenta el cura párroco don Macario: «Llevando un ataúd a hombros se puso a llover, y entre las lágrimas y el agua de la lluvia, los que lo portaban, familiares afligidos, se restregaban los ojos llorosos, poniéndose las caras como carboneros del negro que desteñía el ataúd, mientras los acompañantes hacían lo indecible por mantener sus risas».
De vez en cuanto llegaban los castradores de Adanero y el alguacil pregonaba, con su soniquete de siempre: «Ha llegado el castrador de Adanero. El que tenga ganados que castrar que no los eche de comer y avise en la posada».
De Migueláñez venían los trilleros, que empedraban la cara inferior de los trillos que después desgranaban el trigo y la cebada. De Tiñosillos llegaban los cacharreros con una buena muestra de cántaros, botijos y otros recipientes de barro.
Los pañeros vendían mantas, sábanas, colchas, batas, pantalones, paños, cortes de traje, etc. Llegaban de Bernardos (Segovia), de Paradinas y de Arévalo, también de Santa María del Berrocal. Angel Ferradal, Emiliano Pastor y Paulino Sobrechero llamaban de puerta en puerta con la vara de medir y alguna pieza al hombro, prescindiendo de los servicios del alguacil. Ultimamente venían en grandes camiones, pero antaño lo hacían en carros de varas, como los viejos mercaderes de Oriente que ofrecían sus finas sedas.
En Velayos se hacían los timones de los carros y los estebones de los arados. Conejo, chatarrero de Migueláñez (Segovia), cambiaba trapos por botijos, cántaros, pucheros, etc. También recogía la goma de las zapatillas mientras refunfuñaba: «El único que meda buenos trapos es el sastre».
En la fiesta, los bailes eran amenizados por los tamborileros Modesto y Codilleso, de la Vega de Santa María, Ojetete, de Maello y el dulzainero Polilo, de Pozanco, alumno del famoso Agapito Marazuela. Los días de fiesta los mozos bailaban al son de viejas coplas. De Tiñosillos y Cabizuela llegaban los patateros.
Se vendían uvas de Pozanco y de Cebreros no faltaba ningún año Carmen Recio, que se quedaba varios meses distribuyendo grandes cestos de uvas que su padre le enviaba. También de Cebreros y El Tiemblo venían los vinateros cargados de pellejos quijotescos. Los mieleros de Santibáñez y El Guijo hacían las delicias de los más golosos y los niños decían a sus madres: «Mamá, cómpame eso que pinga, cuega y sabe use, que me muero por ello».
Los aceituneros del Barranco de las Cinco Villas, Serranillos y Arenas de San Pedro traían aceitunas sevillanas y barranqueñas, higos de cuello de dama y castañas.
El tío Gallo, de Martimuñoz de las Posadas, vendía pimientos como chotos, repollos, nabos, cebollas, tomates, patatas, etcétera.
De Navaluenga y Burgohondo venían cambiando judías y pipos por trigo y cebada. Tampoco faltaban las piñoneras de Hoyo de Pinares: Florencia, Eufemia y una tercera, mujeres viejas que regateaban como usureras piñón por piñón. En época de matanzas acudían los pimenteros de Cuevas del Valle viendiendo pimentón.
Los húngaros, cómicos y saltimbanquis, entretenían las veladas como hacían los juglares en la Edad Media. Traían un oso llamado Mariano, una mona, un perro y una cabra. Alguna vez que otra proyectaban películas. «Baila oso, baila mona», decía el valiente domador
mientras los animales hacían graciosas piruetas.
En verano acudían cuadrillas de segadores en busca de trabajo coincidiendo con la recolección de las cosechas. Venían de la Sierra, El Arenal, Toledo, Cáceres, Galicia... Los gitanos también rondaban las calles con mucha frecuencia, vendiendo cestos,
flaneros, churreras, faroles, regaderas, candiles y alguna que otra vez echaban la buenaventura a los más supersticiosos.
De Velayos llegaba el tío Jabonero vendiendo trozos de jabón que llevaba en unas alforjas. Venía con su gorra visera, ufano y tranquilo, ofreciendo jabones sin olor para multitud
de usos.
Los retratistas acudían de Avila y Madrid en las fiestas, armados de decorados y viejas cámaras fotográficas sostenidas en trípodes aparatosos. Uno podía retratarse como si fuera un torero, frente a una plaza de toros de cartón, o como una sevillana en un tablao flamenco.
Coincidiendo con las ferias de ganado de Avila y Las Berlanas llegaban los arrieros de la Sierra, las dehesas y La Moraña, conduciendo ovejas, cabras, caballos, vacas, burros, mulas... Ataviados con trajes negros de pana y sombreros de paño (atrás quedaron las albarcas de goma y las boinas), y los animales lucían lujosas albardas y colleras mientras tiraban de carros ruidosos.
Los panaderos de Mingorría tradicionalmente han abastecido a la ciudad de Avila y otros muchos pueblos. Desde Mingorría salían a vender sus productos de ultramarinos y frutas los hermanos Martín Gómez y Catalino Sastre y sus hijos, los chocolateros Marugán y Cuenca, los triperos y los meloneros, y los vendedores de peces y cangrejos del Adaja. Los ajeros y hortelanos de Las Berlanas visitaban los pueblos de la zona vendiendo sus productos. Casi todos ellos solían acudir los viernes al mercado de la capital abulense, e incluso a vender pescado del Adaja.
El señor Pistolo se desplazaba desde Cardeñosa con su carromato tirado por una mula. Iba cargado de productos de droguería que ofrecía a las amas de casa de Peñalba, Monsalupe, Las Berlanas y Gotarrendura. Los herreros de Mingorría iban a dar fragua a los pueblos de la sierra (Tolbaños, La Venta, Gallegos, etc.), donde también acudían los zapateros remendones a prestar sus servicios. Luis Pardo, de Brieva, recorría los pueblos vendiendo productos de ultramarinos, plantones de árboles y fruta.
Desde Albornos llegaba el señor Escudero, que trabajaba de herrero, carretero o mecánico, y a cuyo cargo estaba el mantenimiento de la mayoría de los molinos harineros. El carretero y herrero de Peñalba, Gumersindo Gil también trabajaba para los agricultores de los pueblos de la zona. Los pintores de Peñalba, Justo López y su hijo, y Felipe Velayos de Cardeñosa, pintaban las casas y los carros de labranza de la comarca. El tío Demetrio acudía desde Monsalupe en tiempos de vendimia para llevarse los ollejos de la uva, con los que fabricaba aguardiente.
Los molinos de Cardeñosa, Mingorría, Zorita y Pozanco, Tolbaños y Velayos recibían numerosas recuas de burros cargados de grano para moler, procedentes de la mitad de los pueblos de La Moraña. En las canteras de Cardeñosa y Mingorría se labraba piedra granítica que se enviaba a toda España, lo que fue un negocio floreciente. Desde Extremadura recorría todos los pueblos hasta Las Berlanas el tío Machaco, conduciendo piaras de cerdos. De la misma manera, en invierno el ganado trashumante bajaba a Extremadura desde Monsalupe y demás pueblos.
Eran muchos más los viajantes que recorrían incansables las localidades cercanas al Adaja, de los cuales sólo hemos mencionado a unos cuantos. Se trata, entonces, de una simple referencia atractiva para los
nuevos viajeros, a los que sólo cabe mostrar el entresijo de las calles de nuestros pueblos, las
mismas por las que pasaron los antiguos trajinantes.
LOS COPLEROS. Igual que los tajintante y vendores ambulantes traficaban con los más variados productos y sericios, los copleros hacía los mismo con canciones y coplas populares. Estos particulares músicos, siguiendo una tradición ancestral, proliferaron en los años cuarenta y cincuenta, incluso mucho antes, al igual que hicieran los carreteros, eran portadores vivientes incluso creadores, de un particular folclore. Ellos eran los individuos anónimos hacedores y retransmisores de las canciones que posteriormente' .adoptaría la comunidad.
Y es que la música expresa, más allá de las palabras, unos sentimientos que se concretan en una coreografía peculiar, de tal modo que ha llegado a ser un determinante estético y manual de alto valor social y educativo, en tomo al cual se ha polarizado la vida social de todo un pueblo, escribión Isidoro Tejero Cobos.
Mucho antes de que el ferrocarril uniese comarcas y regiones, los acemilleros, corsarios y recursos contribuyeron con sus viajes a la difusión de las canciones por todos los pueblos de Castilla. Estos temas, aprendidos en muy' diversos lugares, se variaban al propio gusto del . intérprete. Los carreteros itinerantes eran portadores de bellas canciones de:oficio, con las que. se distraían en su deambular por solitarios caminos. Eran tonadas tristes, parcas y monótonas que se cantaban con el único acompañanaento del rechine de las ruedas, o de las campanillas de las caballerías. El ritmo lo marcaban sus propios carros.
Los copleros ser tullidos de guerra, mancos, cojos, tuertos, etc., en muchos de los casos se trataba de una disminución física simulada. Sus atuendos andrajosos estaban llenos de remiendos, pero sus dueños no por ello perdían el orgullo de verdaderos artistas. Su rostro se adornaba, en alguna ocasión, con gafas negras y, a veces, se hacían acompañar por un perro.
Venían de Andalucía cargados de romances de ciego, seguidillas y canciones populares escritas en papeles de colores que narraban historias trágicas o graciosas, muchas de las cuales ocurrieron de verdad. Los copleros, mitad poetas, mitad músicos entonaban una y otra vez la misma canción de esquina en esquina, de plaza en plaza. En un principio ilustraban sus canciones con grandes lienzos donde se escenificaba con dibujos la historia que se cantaba, después el rasgueo de una guitarra con la mitad de las cuerdas era el único acompañamiento de sus voces .cascadas por el tabaco y el vino. Eran artistas nacidos del pueblo llano y del infortunio, sucesores de aquellos ciegos, trovadores y mendigos que, al ritmo de la zanfonia, recitaban las desgracias y desamarías de hombres y mujeres convertidosya en leyenda.
Estos singulares músicos, a su paso por los puelos, se rodeaban de toda la muchachería, que hacían de coro a sus canciones. Ensayado una y otra vez el repertorio de coplas que se terciara pasaban la gorra y ofrecían la copla a la concurrencia a cuarenta céntimos la unidad, o tres a la peseta. Al finalizar la jornada solían ir a dormir a la llamada «casa de los pobres», construida por el Ayuntamiento para albergar a mendigos y gitanos, y controlada por la Guardia Civil, que ponía orden en las trifulcas que se armaban en los catorce metros cuadrados que tenía la casa, al mismo tiempo que obligaba a marcharse a .los que llevaran más de dos días. Esta casa, hoy en ruínas, se construyó para solucionar el problema que suponía que tanta gente desconocida, pobres, gitanos, pedigüeños, durmiera en los pajares o las cuadras de los vecinos, con la intranquilidad que ello acarreaba.
Algunas veces, los mismos copleros también vendían tinta, como si fueran maestros escribanos o puntuales proveedores. Los títulos más conocidos fueron "Camino aldón", "Cerezo rosa", "No puedo vivir contigo", "Pena, peníta, pena", "El inclusero" y el "Golfillo del tranvía". Estas coplas, y otras muchas, eran tareadas, como canciones de moda, en las tabernas, al calor de las chimeneas o durante el trabajo.
En otro sentido, hay que decir que esta tradición musical que se configura alrededor del quehacer de los copleros, no es una tradición autóctona, quizás, incluso fuera una adulteración facilona del auténtico folklore, que quedaba relegado. No obstante, las razones últimas de la aparición de estos cantantes, y de su paso por aquí, demuestran una gran sensibilidad musical de las gentes de esta época y de su conciencia de comunidad abíerta y asumidora de otras costumbres. Así pues, todas estas coplas, qu, aunque no se generan desde el propio entorno, son hechas patrimonio común en un eslabón más de la transmisión oral de una cultura.
EL GOLFILLO DEL TRANVÍA. A continuación transcribimos una las coplas que se tarareaban en las tabernas, al calor de las chimeneas o durante el trabajo, la cual recogimos gracias a la memoria de Fructuosa Bermejo Lozano y sus hijos (q.e.p.d.):
«Era un chaval muy alegre / que se ve todos los dís / en calles de Barcelona / enganchando los tranvlas. / No tiene padre ni madre / según la gen te decía / y por eso le llamaban / el golfillo del tranvía. / Todos los días se iba / enganchando los tranvías / a la barriada del Sanz / donde una fábrica había. / En la fábrica un jardín / en el jardín una verja / y por dentro una muchacha / más linda que las estrellas. /
Apenas vio al golfillo / con su boquita de risa / le dio en un papel envuelto / las sobras de la comida. / Dios te lo pague angel bueno / el golfillo le decía / si te viera en un apuro / hasta mi vida daría. / No pasaron muchos meses / ni tampoco muchos días / de que un incendio voraz / a la fábrica envolvia. / La niña estaba en peligro / de morir entre las llamas / y sus padres afligidos / a la Virgen suplicaban. /
Cuando todos se pensaban / que la niña estaba muerta / vieron salir al golfillo / que sacaba un lío a cuestas. / y delante de los padres / desliaron el bultillo / y vieron a su hija sana / salvada por el golfillo. / Los padres quieren pagarle / su buena acción con dinero / y el muchacho les con testa / nada qUiero caballero. / Sólo quiero que me dé / que me dé su hija querida / hasta que pueda trabajar las sobras de la comida. /
Se llevaron al golfillo / por todo lo que habla hecho / y al cumplir diez y seis años / ya era un hombre de provecho. / El padre de la muchacha / murió de una enfermedad / y él quedó de responsable / de la contabilidad./ La niña cumple veinte años / y el muchacho veintidos / los dos se han enamorado / con una loca pasión. / Piden permiso a la madre / ésta pone impedimiento / de que su hija es muy joven / no permite casamiento. / Después que se vieron juntos / la madre con gran dolor / entre suspiros de pena / les hizo esta confesión / No lo quiera el Dios del cielo / y unais vuestras manos / que casaros no podeis / porque los dos sois hermanos».