En la misma línea que seguimos en un artículo anterior que titulamos «Avileses» (Diario, 14/04/2024), nos acercamos en esta ocasión a la que podríamos llamar «fotografía etnológica», un instrumento técnico, a la vez que artístico, que hoy recobra un gran valor como fuente histórica de conocimiento, a la vez que constituye un elemento de divulgación pedagógica con vida propia, el cual alcanza un especial atractivo en Ávila en las imágenes que hemos seleccionado a modo de ejemplo.
Entre otras muchas funciones que ha cumplido la fotografía desde su aparición en 1839, ahora ddestacamos su contribución al estudio etnológico y la revitalización de antiguas tradiciones de las comunidades rurales ejemplificadas en los pueblos de Ávila, dada su consideración documental de primera mano y entendiendo aquí la fotografía como representación gráfica de lo cotidiano, o como reproducción o copia de situaciones, quizás, mejor aún, como fijación del tiempo y el espacio en un instante dimensional que ya no volverá a ser igual al momento de su captación.
La imagen ocupa un espacio propio respecto a la investigación a la que sirve y auxilia, y es que en su contemplación interviene el sentido de la vista, y a través de la mirada se perciben aspectos distintos a los expresados por la palabra o la escritura. La imagen se hace independiente y objetiva, sin intermediarios, cobra autenticidad e imparcialidad y permite tantas reinterpretaciones como sujetos la visionan.
En el proceso fotográfico observamos que intervienen el objeto o el personaje retratado, el autor que compone la escena y dispara la cámara, el investigador o estudioso que disecciona la imagen con fines científicos y didácticos, los que perciben las fotografías con infinidad de sentimientos y ánimo de aprender, y quienes miran las imágenes sin más pretensiones que la contemplación. Todos ellos participan con distintas intenciones o movidos por diferentes inquietudes, y a partir de la misma instantánea se obtiene una multiplicidad de respuestas.
La fotografía se presenta como herramienta de investigación, como documento de estudio en sí mismo, como fuente de conocimiento, como testimonio vivo de la experiencia que se narra, como sentimiento de quietud, como ilustración narrativa, y como prueba de veracidad de lo que se cuenta. Todo de la misma manera que la música alcanza su razón de ser al ser oída, escuchada o interpretada, y cuya grabación se hace con el mismo efecto que la captura de la fotografía.
Para descubrir el valor incuestionable de la imagen etnográfica no es necesario acudir al reportaje de los pueblos primitivos, los más auténticos en la evolución de la cultura humana, tal y como pude observarse, por ejemplo, en reportaje de la última expedición española realizada a América en 1862-1866 organizada por la Comisión Científica del Pacífico.
Efectivamente, además de esta experiencia, la historia de la fotografía conserva numerosas muestras y testimonios de recreación exótica y visual de la evolución humana producida a partir de formas de vida primitiva. Ello siempre ha resultado atractivo para las sociedades más avanzadas, principales consumidoras de esas imágenes de costumbres ancestrales, lo mismo que también ocurre en la actualidad respecto a la evolución de nuestra propia cultura, y así lo entendió Jean Laurent en su catálogo fotográfico 1879 con el que atendía el reclamo comercial que ejercían las imágenes de tipos populares de las provincias españolas.
La curiosidad por las culturas antiguas y las escenas campestres propiciaron en España durante el primer tercio del siglo XX un marcado interés para la fotografía “pictorialista” de paisajes y tradiciones que promovía la aristocrática Real Sociedad Fotográfica de Madrid.
Con el mismo interés costumbrista, se intensificaron las expediciones fotográficas por España auspiciadas por las «Hispanic Society of América» con la finalidad de retratar los viejos usos populares españoles, igual que en 1865-1867 lo había hecho Valeriano Domínguez Bécquer becado por el gobierno de Isabel II para pintar obras que dejaran recuerdo de los «trajes característicos, usos y costumbres» de las provincias españolas, temática que en Ávila también sobresalieron los pintores Ignacio Zuloaga, Joaquín Sorolla, Eduardo Chicharro, José Mª López Mezquita y Güido Caprotti, entre otros artistas.
No obstate, el costumbrismo fotográfico, también el literario y el pictórico, no sirve por sí mismo para el análisis de esos usos y costumbres que retrata, de ahí que haya que acudir a la etnología para lograr un estudio más descriptivo y detallado, y a la antropológica para una adecuada ponderación y valoración histórica y social.
Aprovechando el gusto por lo popular entre los lectores de prensa y el público en general, Ávila encontró buen acomodo en las revistas ilustradas del la segunda mitad del siglo XIX y primer tercio del siglo pasado. Igualmente, la representación de los usos y costumbres fue incluida en numerosos libros de viajes y guías turísticas como demostrativo de una identidad histórica con predomino de la cultura de las sociedades rurales.
A pesar de todo, la prolífica divulgación de imágenes etnográficas sólo cumple una función meramente visual y contemplativa, de ahí que comparativamente resulte enriquecedor el estudio realizado por Albert Klemm en la construcción de la obra sobre la cultura abulense, a quien tomamos como ejemplo del servicio que presta la fotografía etnológica.
También uno de los mejores escenarios para hablar de fotografía y etnología del que nos hemos servido en otras ocasiones es el Museo de Ávila, pues aquí la cultura popular encuentra excelentes testimonios de viejas tradiciones y costumbres que desde antaño han caracterizado las formas de vida de los hombres y mujeres de nuestros pueblos.
Son objetos materiales y cosas que nos hablan de antiguos usos y ocupaciones de nuestros antepasados, a los que la fotografía aporta una histórica recreación visual que ilustra los nombres y palabras que Albert Klemm rescató del lenguaje “primitivo” de los abulenses.
Motivados entonces por la singular actividad de “reporterismo gráfico” que ejercieron los filólogos alemanes de la Escuela de Hamburgo, de la que el investigador Albert Klemm fue un destacado miembro, descubrimos la aparición de un peculiar género fotográfico, ya utilizado en mayor o menor medida desde la invención de la fotografía, que gira entorno a la etnología o el estudio de los pueblos y las culturas de las comunidades humanas, lo cual resulta un tanto curioso por contraste cuando sabemos que la fotografía siempre ha sido un signo de distinción social entre las clases adineradas e incluso utilizada por los poderosos como propaganda de su buen hacer.
Tomando como referencia las imágenes con las que Albert Klemm construyó en 1932 su tesis La cultura popular de Ávila (Anales del Instituto de Lingüística de la Universidad de Mendoza, 1962), y en otras tantas que aporta la historia de la fotografía en general, y más concretamente en la provincia abulense, podemos decir que la fotografía etnológica se forma como género conceptual y se dota de contenido en los retratos de aquellos objetos o instrumentos materiales de los que se sirve una sociedad o un pueblo en el desenvolvimiento de sus actividades o relaciones de supervivencia.
Dicho género fotográfico, también se compone de las representaciones de situaciones de funcionamiento de tales objetos utilizados por el hombre, verdadero protagonista de la escena retratada, sin olvidar la plasmación gráfica de otras actividades humanas como las festivas, folclóricas o religiosas, o aquellas que realiza en la conquista de la tierra con la ayuda de animales.
El resultado de todo ello se integra como fuente documental en el trabajo de investigación, donde cada imagen requiere un estudio detallado que, probablemente, nunca quedará agotado.
Lo que más nos interesa destacar ahora es que la fotografía concreta y visualiza aspectos de la cultura y el patrimonio tanto material como inmaterial, y su resultado se puede aplicar también con distintas finalidades, tantas como géneros puedan predicarse.
Gracias a esta herramienta, algo más que técnica, nos adentramos en la representación gráfica de lo popular, un tema plásticamente muy atractivo en la historia de la fotografía, y que sin embargo no constituía un buen negocio para los que ejercían de retratistas, de ahí que a veces tuviera que ser el propio investigador quien aprendiera el oficio como complemento de su formación científica, lo que no quita la existencia de numerosos trabajos fotográficos realizados por profesionales y aficionados que sin pretenderlo ofrecen importantes testimonios etnográficos.
La fotografía etnológica contribuye a la descripción plástica y documental de los pueblos, facilita el estudio y comprensión de un ámbito sociocultural concreto, aporta información cualificada sobre lo retratado, sirve para la observación con detenimiento y pericia de aspectos que suelen pasar desapercibidos, recoge una parte del imprescindible trabajo de campo, y mantiene el contacto del estudioso con los objetos o personas fotografiados.
Con ello, la fotografía se convierte en una destacada herramienta de investigación de la antropología social y cultural, y de aquí surge lo que se ha dado en denominar «etnohistoria visual», concepto referido al «estudio del conjunto de imágenes captadas y empleadas para la comprensión e investigación de los sucesos del pasado, muchos de los cuales llegan a nuestro presente y son motivo de consulta con la gente de tradición o de quienes presenciaron o escucharon historias orales temáticas».
La utilización de la fotografía como técnica auxiliar de estudio fue entonces una constante en los trabajos pioneros de los filólogos de la Escuela de Hamburgo con el profesor Fritz Krüger a la cabeza (Fotografías de un trabajo de campo en Asturias, 1999), igual que antes lo había habían hecho en sus respectivas especialidades Santiago Ramón y Cajal, en medicina (La fotografía de los colores, 1912), por Manuel Gómez Moreno, en arte y arqueología (Catálogo monumental de la provincia de Ávila, 1901. Ed. IGDA, 1983), y luego por Juan Cabré Aguiló, también en arqueología de los castros abulenses de Las Cogotas y Chamartín (La fotografía como técnica documental, 2004), por ejemplo.
Igualmente, es interesantísimo y de gran importancia el trabajo que desarrolló el músico y folclorista Kurt Schindler (1882-1935), quien, al igual que Klemm, en 1932 recorrió el sur de la provincia de Ávila recopilando la música popular de la zona, al mismo tiempo que hizo un amplio reportaje fotográfico de las gentes y los pueblos que visitó, formando con ello, y de sus viajes por Europa, África y Oriente Medio, un archivo de más tres mil fotografías que se conservan en la Hispanic Society of America.
La fotografía, desde su aparición, pronto se convirtió en un aliado de las artes, las letras y las ciencias, tanto que es fuente de conocimiento de las más diversas materias, y también en un producto artístico. Con la fotografía se quiere comunicar, informar, publicitar y difundir una imagen artística y pintoresca de los pueblos para su contemplación.
Igualmente, observamos que la fotografía etnológica, un género que hemos adoptado conceptualmente en este discurso teórico, recuerda, en parte, el impacto que causó la popularización de las tarjetas postales a principios del siglo XX, si bien es verdad que no podemos hablar de un género fotográfico propiamente dicho, pues ello supondría que habría tantos como temas susceptibles de ser retratados.
En este sentido, y como escribió Durán Borai (1901), observamos que las fotografías, igual que las postales antiguas, «sirven para satisfacer a todos los gustos y sentimientos; todo está comprendido y compendiado ellas; y en ellas puede estudiarse y aprender geografía, historia, mitología, indumentaria, etnografía y arte».
De la misma manera, y según dijo Adolfo Alegret (1904), podemos contar que las imágenes «tienen un alcance y significación extraordinaria, popularizan lo más notable de los pueblos, revelan los gustos del individuo, su cultura y sus aficiones. Sintetizan todo lo grande de una comarca, de una ciudad o pueblo, estableciendo un intercambio espiritual por medio de la reproducción de la vida pasada y presente».
CULTURA POPULAR ABULENSE.
En 1932, el investigador Albert Klemm, discípulo del Fritz Krüger, fundador del grupo de filólogos romanistas de la Escuela de Hamburgo, se asienta en la Sierra de Gredos y recorre 22 localidades para documentar su Tesis doctoral que abarca todos los aspectos de la vida campesina de la provincia, haciendo retratos en Adanero, Arévalo, El Barco de Ávila, Casas del Puerto, Horcajo de la Ribera, Hoyos del Espino, Hoyos de Miguel Muñoz, El Losar, Los Llanos, Madrigal de las Altas Torres, Navalsáuz, San Bartolomé de Tormes, Villarejo y La Zarza. Fruto del trabajo de Klemm fue la obra titulada La Cultura popular de la provincia de Ávila, la cual fue objeto de una exposición y conferencias en el Museo de Ávila (Diario de Ávila, 14 y 20/11/2008).
El reportaje fotográfico de Klemm constituye todo un género en la historia de la fotografía. Efectivamente, en el reportaje abulense confluyen las siguientes características: Uniformidad temática, testimonio visual de lo cotidiano, espontaneidad de los tipos populares retratados, y voluntad pedagógica y divulgativa de los usos y costumbres.
Ahora bien, Klemm no pretendía abrirse hueco en la historia de la fotografía, ya que la imagen retratada sólo era para él una herramienta en el ejercicio de su actividad científica, sin embargo, la colección que inserta en su obra, tiene vida propia como exponente gráfico de la cultura popular abulense.
El valor añadido que aportan las fotografías de Klemm a su investigación sobre la cultura material de los pueblos de Ávila lo encontramos en la enriquecedora presencia humana.
Se trata de imágenes animadas donde los personajes cobran el merecido protagonismo que no tienen en la obra escrita, y así vemos a campesinos y labradores conduciendo la yunta de vacas, herrando el ganado en el potro, arando la tierra, trillando con mulas y acarreando el heno; a arrieros y trajinantes con carros y caballerías; a carteros repartiendo lacorrespondencia a lomos de una mula; a lavanderas en el río; a grupos familiares; a mujeres hilando o luciendo trajes festivos; a mozos entonando viejos ritmos al son de una vieja guitarra; a niños y tipos junto a la fuente cargando agua; al molinero haciendo la molienda; a ancianos y niños en familia; a la mujer junto a la lumbre; y a tantos otros paisanos posando con típicos atuendos.
Bien es verdad, que otras muchas actividades humanas vividas por Klemm en la provincia de Ávila no tienen su correspondiente plasmación gráfica en su obra, lo que no debe quitar relevancia a la colección expuesta, donde se recoge una parte importante del ciclo vital de la comunidad rural entorno al trabajo en el campo, se observan hombres y mujeres afanados por subsistir, aparecen destacados ejemplos de la arquitectura popular y de los medios de transporte, y se intuyen relaciones familiares y sociales profundamente enraizadas, y todo en un ambiente primitivo bastante común a la mayoría de los pueblos abulenses y del resto de España.
La cultura popular de Ávila, igual que ocurre con otros muchos lugares, ocupa un lugar significativo en la historia de la fotografía, aunque sus autores no retrataron la sociedad abulense con voluntad científica como lo hicieron Klemm y los miembros de la Escuela de Hamburgo. Pocos años antes de que Klemm visitara estas tierras, lo había hecho el fotógrafo Pelayo Mas Castañeda en 1928, quien formó una extraordinaria colección de fotografías del catálogo monumental de la provincia para el archivo Mas, a la vez que se ocupó de retratar diversos tipos populares ataviados con la indumentaria característica de las comarcas del Valle del Tiétar y de Barco-Piedrahita, imágenes éstas utilizadas por Pedro Tomé para ilustrar la reedición crítivs de La cultura popular de Klemm (CSIC, 2008).
Por otro lado, ni que decir tiene que el cine fue otro medio que revolucionó el panorama científico en el estudio etnográfico de viejas formas de vida, como testimonia en el caso de Ávila la película Ávila y América dirigida en 1928 por José Mª Sánchez Bermejo con fotografía de Agustín Macasoli.
RETRATISTAS EN ÁVILA.
Otros ejemplos de fotografías útiles para el estudio etnográfico de Ávila, también del resto de España, los encontramos en las obras de Charles Clifford (1819-1863), Jean Laurent (1816-1872), Casiano Alguacil (1832-1914), Mariano Moreno (1865-1945), Isidro Benito (1874-1932), José María Álvarez de Toledo Conde la Ventosa (1880-1951), Jane Dieulafoy (1851-1916), George Chevalier (1882-1967), Ángel Redondo de Zúñiga (1873-1952), Diego Quiroga Marqués de Santa María del Villar (1880-1976), Kurt Hielscher (1881-1948), Arthur Byne (1884-1935), José Ortiz Echagüe (1886-1980), Otto Wunderlich (1886-1975), Fernando López Beaubé (1920), Juan José Serrano Gómez (1888-1975), Antonio Passaporte Loty (1901-1983) y Joaquín del Palacio Kindel (1905-1989), entre otros muchos, sin olvidar los numarosos retratos anónimos que llenan los álbumes familiares, así como las enriquecedoras postales antiguas que promocionaban el tipismo abulense.
Igualmente, los pueblos de la provincia fueron un excelente campo de trabajo y estudio para otros hispanistas extranjeros que mostraron interés etnográfico. Entre los estaounidenses retratistas de Ávila y sus gentes cabe señalar a Arnold Genthe, afincado en San Francisco (EE.UU), aunque nacido en Berlín, que retrató el Mercado Grande en 1904 para la obra Some famous vagabonds de Frederich O´Brianc, y la muralla bulliciosa de paisanos con sus caballerías incluidas acompañando un texto de John Dos Pasos (The Mentot, 1922).
También de EE.UU. vinieron Edith H. Lowber (1910), retratista de Ávila y Madrigal de las Altas Torres, y Joseph Nettis (1950), quien se afincó durante una semana en el cercano pueblo de La Colilla y del que ya nos ocupamos en otra ocación (DAV, 6/05/2019).
Eliot Elisofon, por su parte, pasó por Portugal y España en 1948 dejando buenos testimonios de las gentes de La Guardia (Pontevedra), y volvió a Ávila en 1962 para tomar una vista de general desde el cerro de San Mateo que se publicó en LIFE, con la clual obtuvo el Premio Mundial de Fotografía «Ciudad de Nueva York» (DAV, 24/06/2001).
Igualmente, la austriaca nacionalizada en América Inge Morath fotografió Ávila y realizó un reportaje de boda en Navalcán (Toledo) que publicó LIFE en 1954, lo mismo que también hizo el francés Jean Dieuzaide (Jean de Toulouse).
En el periodo 1920-1930, Otto Wunderlich, natural de Stuttgart, toma bellas imágenes de Ávila y los pueblos de Gredos, las cuales sirvieron para ilustrar libros de geografía, y los folletos turísticos de Ávila y otras provincias editados durante la segunda república por el Patronato Nacional de Turismo. Lo mismo que hizo el fotógrafo húngaro Nicolás Muller, quien se asentó en España huyendo de la influencia devastadora de la Alemania nazi, y retrató los pueblos del Valle del Tiétar.
También el arquitecto y diseñador Walter Gropius, fundador y director de la escuela alemana de diseño, arte y arquitectura “Bauhaus”, quedó impresionado por la elegancia de la mujer abulense y la arquitectura de su catedral-fortaleza rematada con ábside redondeado de carácter defensivo cuando visitó la ciudad en 1907, visión ésta que le recordó la vulnerabilidad de las construcciones, cuando en 1947 regresó al Berlín devastado después de la Segunda Guerra Mundial.
De la misma manera, Erika Groht-Schmachtenberger fue la mirada de Alemania de entreguerras que transportada a Ávila como fotógrafa callejera deambuló en los años cicnuenta por la ciudad retratando monumentos, campesinos que recorren sus calles, feligreses en procesión, viandantes, y tipos populares con sus caballerías y ganados. Es la ruralidad alemana germanizada en Ávila que tanto le atraía, como escribimos en otra ocasión (DAV, 29/0/1920).
Otros retratistas que recorrieron España y Ávila como singulares “peregrinos”, dejandonos entrañables fotografías documentales y literaturas, fueron, aunque no los únicos, el holandés Cas Oorthuys, y los catalanes Gabriel Cualladó, Augusto Vallmitjana, Catalá Roca y Ramón Camprubí, ilustradores estos dos últimos de las guías de Ávila de Camilo José Cela (1960) y de Dionisio Ridruejo (1974).
Con igual acierto, citamos la obra gráfica deL abulense Luis Sastre González, hijo del alcalde que fue de Ávila en 1878 Celedonio Sastre y sobrino del pensador Jorge Ruiz de Santayana. Luis Sastre fue un gran aficionado a la fotografía y nos dejó auténticos testimonios de la vida en el campo retratada en Zorita de los Molinos (Mingorría) hacia 1914, sin ninguna pretensión erudita.
Y lo mismo podemos decir del fotógrafo abulense José Mayoral Encinar (1890-1971), quien realizó impresionantes reportajes sobre la vida y costumbres campesinas de las gentes de Ávila, siendo seguida su trayectoria por los reporteros gráficos del Diario de Ávila Antonio Mayoral Fernández y Javier Lumbreras.
Todos ellos, entre otros fotógrafos que permanecen en el anonimato, retrataron el zoo humano que habitaba el medio rural, y sin pretenderlo fueron documentalistas e ilustradores de la cultura popular que hemos heredado de generación en generación y de cuya reconstrucción histórica se ocupan la etnología y la antropología.
Actualmente, la fotografía etnológica, la que retrata el patrimonio cultural de los pueblos y visualiza sus usos y costumbres, pasa por una fase de recuperación y formación de fondos documentales que sirven para reescribir la historia de un medio rural del que siempre se predica su aspecto atrasado y primitivo, a la vez que es valedor de antiguas tradiciones y de la identidad cultural de la sociedad avanzada.
Buen ejemplo de la vigencia de la imagen como exponente de la cultura popular es la reciente proliferación de publicaciones de fotografías antiguas que son el álbum familiar y colectivo de muchos pueblos, donde las imágenes realizadas alcanzan un extraordinario valor etnológico por el mero transcurso del tiempo, en las cuales podemos observar tipos pintorescos, ejemplos de construcciones populares, aspectos sociales y familiares, antiguos oficios, viejos usos y costumbres, indumentarias casi desaparecidas, celebraciones festivas, etc.
Además, la formación de archivos fotográficos, la musealización de viejas estampas, la celebración de exposiciones y edición de libros, el auge del coleccionismo, la convocatoria de concursos fotográficos de temas populares, y las facilidades que ofrece Internet para la recopilación y el intercambio de imágenes constituyen formas recientes de recuperación del patrimonio etnográfico y de la “etnohistoria visual”.
A mayores, como consecuencia de ello, se logra algo que a veces pasa desapercibido, y es el reconocimiento del merecido protagonismo de los hombres y mujeres retratados y de los dueños o hacedores de los objetos materiales fijados en la imagen, a quienes, junto a sus descendientes que somos todos, se les da la oportunidad de reconocerse en una identidad cultural recobrada.
Finalmente, cabe añadir que hoy en día todavía sigue siendo necesario retratar y difundir los objetos de la cultura popular, y captar en imágenes las distintas manifestaciones y tradiciones que aún se mantienen vivas, siendo, a veces, éste el único medio de testimoniar lo que queda de tales actividades. Estas imágenes algún día servirán, sin duda, como fuente documental de futuros estudios antropológicos.