El Museo de Ávila ha desempolvado y restaurado el carro mortuorio que se conservaba en el pueblo de Villatoro (162 hab.), el cual se exhibe en la Casa de los Deanes desde el pasado 18 de mayo.
Se trata de un antiguo carro de difuntos propiedad del Ayuntamiento de la localidad, con ataúd incluido, que se guardaba en el depósito o caseta destinada a morgue del camposanto municipal, el cual es una buena muestra patrimonial de la cultura popular y de la realidad antropológica que rodea a los hábitos y prácticas relacionadas con la muerte.
Dicho carro fúnebre se suma a otros de labranza fabricados en la localidad de Peñalba de Ávila por el carretero y herrero Gumersindo Gil, y pintados por Felipe Velayos y Justo López en 1947 y 1954.
Estos carros pueden verse en el Almacén Visitable de Santo Tomé, junto a otro de vacas procedente de Navaluenga, rodeados de verracos celtas y otras piezas arqueológicas, y convertidos en verdaderos testimonios de antiguas formas de vida en el medio rural que ya no volverán.
Todos ellos se suman a la vieja carreta de aros de madera de finales del siglo XIX y principios del XX de la colección del marqués de Benavites que también se muestra en el Museo.
Con todo, el Museo de Ávila se ha convertido en un lugar de reencuentro con la memoria de los hacedores de aquella “maquinaria” agrícola fabricada por expertos artesanos de la madera y de la “ingeniería de la automoción”, también del arte decorativo popular puesto al servicio de los labradores y de su lucimiento.
A propósito de cuanto hemos apuntado, y coincidiendo con la celebración del Día Internacional de los Museos, conferenciamos con el título «Carretería en Ávila. Imagen, memoria, cultura y sociedad», lo que ahora nos permite trazar una singular ruta artística y literaria a través de la historiografía, la pintura, la novela, la poesía, los relatos de viaje, la tradición oral y la narrativa investigadora, mientras dejamos para otra oportunidad hablar de la riqueza visual que nos dejaron el cine, la fotografía y otro tipo de formatos.
En esta tarea, destacamos la importancia de los carros en el medio rural, donde el rechinar de sus ruedas y el sonido de las campanillas de las caballerías marcaban el ritmo de bellas canciones de oficio con las que se distraían los arrieros y trajinantes en su deambular solitario.
Ahora, de la mano de autores en cuyas obras encontramos peculiares vínculos de querencia por esta tierra, redescubrimos la imagen carreteril como referencia temática que nos une.
Entre ellos sobresalen textos y lienzos de Santa Teresa de Ávila, Goya, Bécquer, Larreta, Lorca, Azorín, Baroja, Benjamín Palencia, Veredas, Sánchez Merino y, sobre todo, Jose Luis Herrero Pérez, quien ilustra con atractivos carros, que dan escala y lenguaje, el rico patrimonio monumental abulense en casi medio centenar de obras al óleo, plumilla y flomaster.
La historiografía abulense nos dice que en el desarrollo ordinario de las actividades propias del mercado de Ávila, pronto se dejaron notar las molestias que producían los animales de carga de los que se servían arrieros, trajinantes y demás mercaderes, por lo que los miembros del Concejo acordaron en 1487:
«Ordenamos y mandamos, que por cuanto estaba ordenado por el concejo, que las bestias que vine a las plazas del Mercado Chico y el Mercado Grande en los días de mercados francos las bestias y acémilas que estuviese descargadas de sus mercaderías ocupaban mucho en las dichas plazas en los dichos días de mercado, y fue mandado que allí no estuvieran so pena de dos maravedíes».
En estos años del reinado de los Reyes Católicos, en 1497, se crea la “Junta y Hermandad de la Cabaña Real de Carreteros, Trajineros, Cabañiles y sus Derramas”, donde se incluyen los muleros, para organizar el transporte y abastecimiento del reino. La Cabaña estuvo compuesta por las hermandades de Burgos-Soria, Cuenca, Guadalajara, Granada-Murcia y la de Navarredonda de Gredos, que incluía Hoyos del Espino, Hoyos del Collado, San Martín de la Vega, San Martín del Pimpollar y Garganta del Villar. Según el Catastro de Ensenada de 1749, se contabilizan entonces en Hoyos del Espino 14 carreteros, 54 carretas y 16 reses, además de 26 labradores carreteros serradores, con 34 carretas.
Con la llegada del ferrocarril en 1864, la actividad prácticamente desapareció, sin embargo, en los últimos años, la Real Cabaña de Carreteros de Gredos sigue manteniendo viva la tradición del transporte con carro de bueyes exhibiéndola en fiestas, romerías y eventos diversos.
La literatura archivística nos enseña que el callejero de la ciudad amurallada no debía ser el lugar adecuado para el trasiego de carros y caballerías, como tampoco hoy día parece idóneo para el tráfico. Por eso, el Consistorio ordenó el 15 de julio de 1591 que los carros y carretas debían parar en la plaza del Mercado Grande, entre otros lugares, y desde aquí efectuar los portes necesarios al interior de la ciudad:
«Conviene remediar que las carretas que vienen a esta ciudad en mucha cantidad estorvan al pasar en las calles públicas della… por lo que ningún vezino ni forastero sea osado a meter por por las dichas calles principales carretas…, sin no que todas las vezes que vinieren los dichos carros paren con las plazas de las puertas de la ciudad antes de entrar en la dicha ciudad, de allí puedan, con una o dos carretas, a lo más, entrar lo que así trujeren y descargarlo».
También en esta época, el relato de los desplazamientos en carros tirados por mulas que hace Santa Teresa es un ilustrativo testimonio de aquellos viajes fundacionales de conventos en los que se trasladaba de un lugar a otro como hacían arrieros y trajinantes:
«Íbamos en carros muy cubiertas, que siempre era esta nuestra manera de caminar… Como había dado todo el sol a los carros, que era entrar en ellos como en un purgatorio… Habíamos pasado mucho sol y aventura de trastornarse el carro muchas veces… No se podían andar jornadas a causa de los malos caminos, que era muy ordinario anegarse los carros en el cieno… Al ir a cruzar un puente en Córdoba, lo hallaron tan estrecho que no podía pasar el carro, el cual tuvieron que achicar para poder continuar viaje» (Libro de las Fundaciones, 1610).
Alguna de las estampas carreteriles de Ávila de la vida de Teresa de Jesús fueron dibujadas siglos después por Hye Hoys (La España Teresiana, 1898) y por el profesor de dibujo Antonio Veredas (Tarjeta postal, 1930).
En este mismo tiempo del siglo XVI el escritor Enrique Larreta ambienta su novela La Gloria de Don Ramiro (1908) describiendo las faenas agrícolas de la trilla en el Valle Amblés: «los labriegos tenían que turnarse sin cesar para ir a beber a la sombra de los carros».
Se trata de una visión pastoril del campo que relata Don Ramiro, la cual contrasta con aquella otra en la que las moriscas salieron de Ávila en un carro verde a la Inquisición de Toledo: «a una de ellas, famosa hechicera [Aixa Galiana], dióla el Diablo por añadidura un rostro hermosísimo», escena que dibujó Alejandro Sirio recreando una caravana de carros de bueyes con la muralla al fondo (Ed. Viau y Zona, Buenos Aires, 1929).
En pleno siglo de oro, Cervantes convierte a uno de los ricos arrieros de Arévalo, curtidos carreteros de caminos y ventas, en personaje novelesco de “Don Quijote”:
«Dos mejores mulos que traía, aunque eran doce, lucios, gordos y famosos, porque era uno de los ricos arrieros de Arévalo» (Cap. XVI). Lo mismo que el carro se convierte en elemento de fantasía para Don Quijote, quien se enfrenta a la teatrera «Carreta de las cortes de la muerte» (Cap. XI), y se asienta en un haz de heno dentro del carro de bueyes encantado (Cap. LII).
Entre las obras pictóricas de temática abulense, un buen ejemplo lo encontramos en el cuadro titulado “La era” o “El verano” de Francisco de Goya, donde los personajes se preparan para trillar la cosecha de trigo acarreada en un carro de llantas de madera, igual al que se conserva en el Museo de Ávila.
Su factura nos recuerda el cuadro “El carro de heno” (1518) de El Bosco, si bien la pintura de Goya es más amable y menos alegórica, y está inspirada en las faenas agrícolas del Valle del Corneja, de cuyo paso por estas tierras dejó testimonio el pintor en un dibujo sobre el lenguaje de sordos que tiene la siguiente firma: «Goya en Piedrahíta año de 1812».
Poco después, Goya dibuja un tétrico aguafuerte que tituló “Carretadas la cementerio”, donde los muertos por hambre en Madrid se amontonan en un carro camino del camposanto. La imagen de trasiego carreteril de cadáveres de Goya nos recuera al cuadro ‘El triunfo de la muerte’ que pintó Pieter Bruguel ‘El Viejo’ (1562), así como a escenas del carro funerario de Villatoro trasladando el cuerpo de Nicolás Madejón Sánchez y su hijo Amancio y otros muertos de la guerra civil en 1936.
También vienen a la memoria los versos que recoge Gustavo Adolfo Bécquer, poeta viajero por Ávila, en su leyenda sevillana La Venta de los Gatos, publicada en El Contemporáneo (28-29/11/1862): «En el carro de los muertos/ ha pasado por aquí/ llevaba una mano fuera/ por ella la conocí». Desplazamiento mortuorio habitual en el medio rural, tal y como dibujó Gustavo Doré para el libro de Charles Davillier (Viaje por España, 1882) recreando un entierro en carro de bueyes, obra en la que Ávila aparece en el capítulo de su historia legendaria.
Por su parte, el hispanista inglés Richard Ford, en su obra Cosas de España (1830) se fascina con los arrieros carreteros: «Viajar con un arriero, cuando el viaje es corto o va una persona sola, es seguro y barato». Al mismo tiempo, se asombra de los distintos medios carreteriles de viajar: diligencia, galera, tartana, coche de colleras y carro, a los que dedica varias páginas. Y observa que
«los carros y demás medios de locomoción rural y de labranza no han progresado mucho… En las capitales de provincia que aun no disfrutan de las comodidades modernas, las familias que tienen niños, mujeres o enfermos que no pueden montar a caballo, han de acudir necesariamente a la manera primitiva de viajar: al carro».
Finalmente, Ford se despide de Ávila (5.000 almas) destacando en sus apuntes la pobreza de los campesinos; el estado no muy malo de las posadas llamadas de La Mingorríana, del Empecinado y Puerta del Rastro; el servicio de transporte de galeras hasta Madrid desde el Mesón del Huevo; y la riqueza monumental de la ciudad (Manual para viajeros por España, 1830-1833).
Más adelante, en 1863, por la ciudad deambulan «dos carreteros que con igual número de carros extraían a las afueras de la ciudad, a sitios destinados al efecto, las basuras y demás objetos inútiles, que resultan de la limpieza de las calles y plazas» (Valeriano Garcés, Guía de Ávila, 1863).
Gustavo A. Bécquer llega a Ávila como corresponsal de prensa con motivo de la inauguración de la línea del ferrocarril del Norte Madrid-Irún, la cual tenía parada en la ciudad (El Contemporáneo, 21/08/1864). Un año después publica una reseña sobre la historia de Ávila en El Museo universal (24/09/1865), lo que ilustra con una vista de la ciudad dibujada por Bernardo Rico y grabada por Jaume Serra donde un carro tirado por bueyes pasa junto a la ermita del Humilladero.
Vuelven los hermanos Bécquer, Gustavo Adolfo y Valeriano, en 1867, alojándose en el Mercado Chico con el encargo ministerial que tenía Valeriano de pintar las costumbres y tradiciones abulenses.
«Desde la posada de Ávila partían los Bécquer a Cebreros o Sonsoles, a lomos de caballerías o en el carro de sus excursiones castellanas. Desde aquí cruzaban Castilla en caravana indisciplinada», escribió Julio Romero Cuesta (La Esfera, 20/06/1925).
Aquí, Valeriano dibujó a un grupo de paisanos desplazándose en burro, mula y un carro de varas que tituló «A la feria de Ávila» (La Ilustración Española y Americana, 16/05/1872). Un año antes, Valeriano había pintado un hermoso cuadro titulado “El baile” o “Las carretas de los pinares”, sobre costumbres populares sorianas, donde un hermoso carro de aros de madera tirado por bueyes, como el del Museo de Ávila, decora el espacio central la escena.
En las mismas fechas, el pintor francés Henry Regnaul, coetáneo de Bécquer, llegó a España en 1868 animado por Mariano Fortuny, encontrando en Ávila una inagotable fuente de inspiración, fruto de la cual es la pintura “Arrieros españoles”, típicos trajinantes con sus carros.
Siguiendo la estela de los viajeros extranjeros, el poeta flamenco Emile Verhaeren y el pintor Darío de Regoyos recorren la península, publicando su experiencia en el libro España negra (1899): «Ávila, el segundo Toledo de España, aumentó el entusiasmo del flamenco, sobre todo visto con luna entre faroles agonizantes».
En el texto se describen los carros de ruedas planas tirados por bueyes del País Vasco, y se incluye un dibujo del carro con el que se retiran los caballos muertos en las corridas de toros, “Víctimas de la fiesta”, se titula. Otra vez el carro como transporte macabro. Aparte, la ciudad aparece dibujada en boj por Regoyos bajo la rúbrica “Ávila con luna”.
Una nueva visión dramática y de hermosa tristeza de España, de sus gentes y de sus costumbres es el relato que hace el pintor José Gutiérrez Solana en el libro La España Negra (1920). Solana había llegado a Ávila acompañado de arrieros y labradores que viajaban con carro y caballerías en 1912, año en el que pintó una sangrante escena de la semana santa.
Entonces, escribe que pasa «por la plaza del Alcázar, toda rodeada de las murallas… A la puerta hay grandes carros y galeras llenos de cofres y talegas. También hay varias tiendas de vidrieros». Años después, otros carros serán el motivo de los cuadros “Carro de la carne” (1919) y “Trajinantes de Segovia” (1929). Y la imagen de Mercado Grande que vio Solana es la que había retratado el pintor sueco Carl Wilhemson en 1910, donde un carro de bueyes cruza la plaza entre mujeres vestidas con coloridos atuendos.
Recién llegado a Madrid, Rubén Darío escribe en el periódico La Nación (6/01/1899):
«Una carreta tirada por bueyes, como en tiempo de Wamba, va entre los carruajes elegantes por una calle céntrica». Meses después, Rubén Darío vista Ávila en dirección a Navalsauz, donde asistirá a una fiesta campesina. Se desplaza a lomos de un burro y hacen noche en una venta del camino en una auténtico viaje campestre, cuya crónica también publica en La Nación (19/12/1899).
Por otro lado, en este mismo año, Emilia Pardo Bazán, quien fue viajera teresiana por Ávila escribe sobre el estridente y peculiar ruido de los carros: «Lentamente iba subiendo la cuesta el carro vacío, de retorno, y sus ruedas producían ese chirrido estridente y prolongado que no carece de un encanto melancólico cuando se oye a lo lejos» (Cuentos dramáticos, 1899).
Los escritores de la generación del 98 toman Castilla como símbolo de austeridad y espiritualidad, fiel reflejo del alma de España. Entre ellos, Pío Baroja, en su novela La dama errante (1908), recorre Guisando entre carros y calles de barros; Candeleda, donde junto a un carro conversa con el carretero; y La Adrada, donde se cruza con varios carros, algunos llenos de chicas vestidas de fiesta que iban a la feria.
A propósito del paisaje de la vertiente sur de Gredos que ambienta Baroja, traemos a colación la pintura de Eduardo Martínez Vázquez, tan enraizada en esta parte de Ávila, y en cuya obra encontramos un cuadro costumbrista de técnica mixta, donde aparece una carreta tirada por una mula en el ferial de Sevilla en los años 20.
Por su parte, Antonio Machado espera un milagro de la primavera que evite el destino carreteril del olmo seco:
«Antes que te derribe, olmo del Duero,/ con su hacha el leñador, y el carpintero/ te convierta en melena de campana,/ lanza de carro o yugo de carreta» (Campos de Castilla, 1912). Y Azorín se recrea sobre las faenas agrícolas, igual que las retrató Goya, en Un pueblecito. Riofrío de Ávila (1916):
«Los labradores juzgan que el verano es la mejor estación del año... Los carros, cargados de trofeos, forman obelisco de mieses y llenan los trojes de grano».
Imágenes que el ceramista Daniel Zuloga, de cuya obra hecha en la fábrica de La Moncloa existen bellos ejemplos en Ávila, compuso en artísticos azulejos cerámicos.
Con semejante espíritu del 98, Eduardo Chicharro hace el retrato del Tío Carromato (1911), alcalde que era de Gemuño (Ávila), y modelo también de, Zuloaga, Sorolla, López Mezquita y Diego Rivera. A su figura, José Mayoral le dedicó los siguientes versos:
«Le inmortalizó Chicharro/ en el cuadro, en el retrato, / es el tío Carromato/ el de las mulas y carro. / Y el de la yunta vacuna/ que en la ronda en Villatoro, / con los mozos cantó a coro/ en bellas noches de luna…» (Entre cumbres y torres, 1944).
Y el mismo atuendo arriero del Tío Carromato es el que retrata Sorolla con el título “Boyero castellano” (1913), tipo que se repite en “La fiesta del pan” (1910-1913) con detalles de temática abulense ante carros de mulas encapotados.
García Lorca, por su lado, reúne sus emociones líricas sobre Ávila en Impresiones y paisajes (1918), y en el mismo libro se estremece con el trasiego de carros tan propio de la tierra castellana:
«Por el fondo del camino viene una carreta con los bueyes uncidos, que marchan muy lentos entornando sus enormes ojazos de ópalo azul con voluptuosidad dulcísima y babeando como si masticaran algo muy sabroso... Y pasaron más carretas destartaladas, con arrieros en cuclillas sobre ellas».
Y en otro capítulo dice: «Unos bueyes con los ojos dulcemente entornados caminan majestuosos al vaivén lánguido de la carreta».
Lo mismo que Goya recaló en el Valle del Corneja por Piedrahíta en el palacio de la Duquesa de Alba, como así se presume aquí, el pintor vanguardista y renovador del paisajismo castellano, Benjamín Palencia, el preferido de la Generación del 27, hizo lo propio en Villafranca de la Sierra a partir de 1942.
Desde entonces, la representación plástica del campo abulense y de la carretería, en particular, como expresión del mundo rural cobra una dimensión extraordinaria de modernidad, tanto que revolucionó la imagen arcaica que se tenía hasta entonces de la vida campestre. Un atractivo sentimiento que comparte Gerardo Diego: «Trilladoras, a la trilla, / en carros de emperadoras, / vencedoras, / sobre tablas crujidoras».
Benjamín Palencia fue amigo de Juan Ramón Jiménez, quien para en Gredos cuando su mujer Zenobia está decorando el parador, y con el que compartía el amor al arte, la pintura y la poesía. Una relación de amistad que fructificó en la pintura cuando ilustró algunas de las revistas de Juan Ramón y una edición lujosa de Platero y yo. Parece, incluso, como si la veintena de carros y carretas de Ávila que dibujó y pintó Benjamín Palencia fueran además un tributo al poema de Juan Ramón:
«Allá vienen las carretas…/ lo han dicho el pinar y el viento,/ lo ha dicho la luna de oro, / lo han dicho el humo y el eco…/ Son las carretas que pasan / estas tardes, al sol puesto,/ las carretas que se llevan / del monte los troncos muertos…/ ¡Cómo lloran las carretas / camino de Pueblo Nuevo! / Los bueyes vienen soñando, / a la luz de los luceros, / con el establo caliente/ que huele a madre y a heno. / Y detrás de las carretas, / caminan los carreteros, / con la aijada sobre el hombro / y los ojos en el cielo».
Volviendo la vista a la generación del 27 y su intensa actividad con las Misiones pedagógicas nos encontramos con el poeta Luis Cernuda, misionero en Ávila y los pueblos del Alberche, por donde se desplaza en burro como hacían los lugareños.
De él también destacamos su presencia en Alcoléa del Tajo (Toledo), donde se retrata ante un carro de labranza junto a María Zambrano y Leopoldo Panero, autor este último de un precioso soneto de Ávila:
« ¡Oh suelta piedra gris del yermo frío!/ Ávila está desnuda junto al cielo. / Fugitiva del tiempo, toca el suelo/ para dar a sus alas nuevo brío…».
En 1927, el artista australiano Lionel Arthur Lindsay dibuja y colorea el llamativo ambiente que en Ávila forman los carros a la puerta de la posada del Rastro, y dibuja también el recorrido que hacen los boyeros por la Ronda Norte. Escenas estas que son descritas con detalle por Antonio Veredas:
«La rinconada de la posada del Rastro y las proximidades del Puente aparecen abarrotadas de carros de yugo, decorados con vivos colores y entoldados con ricos tapices zamoranos del país… Por los caminos que parten de la capital a modo de blancas cintas, vense cómo se alejan carros y enseres en nutridos pelotones, hasta esfumarse en las oscuridades, donde, al parecer, se unen el mundo de los hombres y la región de las estrellas» (Cuadros abulenses, 1939).
La antropología se fija en Ávila en 1932 de la mano del investigador alemán Albert Klemm, quien se asienta en los pueblos de Gredos y elabora una obra pionera sobre la vida tradicional de los mismos desde el punto de vista lingüístico y etnográfico.
Fruto de ello es el libro de su tesis publicado con el título La cultura popular de la provincia de Ávila (Anales del Instituto de Lingüística, Universidad de Cuyo, Mendoza, Argentina, 1962; reedic. Pedro Tomé, CSIC, 2008), donde dedica un detallado capítulo a los carros abulenses, entre los que retrata un carretón de Navalsauz, una carreta con aros de madera de San Bartolomé de Tormes, una carreta de heno en El Losar, un carro arriero en Villarejo, un carro de mulas en Adanero, y un carro de mulas en Madrigal de las Altas Torres (Así éramos. La mirada de Albert Klemm por Ávila, 1932, AAMV, 2009).
En 1947, Constantino de Lucas publica el libro de poesía Morañegas dedicado a todos los pueblos de la campiña abulense:
«Canté a la era de verdor desnuda, / más rica en oro, que el labriego en carros/ de las hacinas al granero muda…».
Ocupa la portada del libro un dibujo de un carro de mulas de Antonio Veredas, la misma estampa que pinta en Ávila describiendo una romería a la ermita de Sonsoles:
«No faltando quienes en lugar de la fiesta se dirigen encaramados en desvencijados carromatos, tirados por esqueléticas mulas moribundas, pero cumplidamente adornadas con ramajes y cintajos» (Cuadros abulenses, 1939).
Y desde la Moraña también escribe José Jiménez Lozano: «Pasa, lenta, una carreta de heno todavía, / arrastrada por bueyes, / en la maravillosa mañana de setiembre» (Elegías menores, 2002).
Regresando a la capital, nos encontramos con Miguel Delibes, el escritor que aquí nació para la novela, quien guardaba con cariño una fotografía fechada en 1923 donde se le ve subido a un carro de heno tirado por una yunta de vacas en Molledo (Cantabria).
En su obre relata la mala suerte de Fany, la perrita a la que le falta una pata que le había quebrado una carreta de naranjas en Ávila (La sombra del ciprés es alargada, 1948).
Por otro lado: «A Daniel, el Mochuelo, le placía… el lamento chirriante e iterativo de una carreta de bueyes avanzando a trompicones por una cambera». Y a ‘La Guindilla’ mayor acababa de descubrir que había una belleza en el sol escondiéndose tras los montes y en el gemido de una carreta llena de heno» (El camino, 1950).
Camilo José Cela recorre Ávila, Segovia y sus tierras como un vagabundo que nos va descubriendo todas sus esencias. Las notas del vagabundaje quedaron plasmadas en el libro Judíos, moros y cristianos (Destino, 1956), donde habla de sus desplazamientos en caballerías y carros:
«Aguzando mucho la vista pudiera verse, por la parte segoviana, una recua de mulas gimnastas tirando de un carro que parece querer subir… El vagabundo, a la primera noche, sale de Pedraza entre las silla y el arca, el aguamanil, el baúl de lata y los veinte libros de maestro, sobre el carro de Rodrigo Martínez que van cantando en la vara».
Finalmente, decir que la famosa canción “Mi carro” que popularizó el cantante Manolo Escobar, fue compuesta por Rafael Jaén, quien visita Ávila el 25 de agosto de 1951 invitado por la Duquesa de Valencia, a quien acompaña el día de su santo, cuando ésta acoge a los pobres de Ávila en el comedor de caridad de su palacio.
Y otro dato más que nos aporta José Hierro, quien en Ávila tiene un aula de poesía, cuando sabemos que compró sobre la playa de Portio (Liencres) un pequeño terreno de un "carro", antigua medida de superficie que se sigue usando en Cantabria y que equivale a unos 200 metros cuadrados.
Jesús Mª Sanchidrián Gallego