Los poetas como Eugénio de Andrade saben a ciencia cierta que la luz es portadora de todo el conocimiento de la vida, y que el sol y el verano se establecen en la palabra como un diccionario de secretos reflejos que vislumbran el conocimiento del amor.
No hay poeta con más carga de solemnidad luminosa que este creador de poemas encendidos de lluvia de estrellas, de páginas florecidas en las orillas del mar, en la playa donde la poesía se acoge al espejo intacto de la belleza del sol. La materia solar establece en la poesía de Andrade una vinculación con la adolescencia, con el tiempo de la fecundidad, con los espacios sagrados del amor. Nos ofrece en su poetizar permanente, transitado de secretos senderos hacia los pinos, hacia las tardes del verano, hacia las noches de luna y de cielos limpios, un lenguaje amamantado de claridad, de elementales palabras, de esenciales versos sin demora en el tránsito de la transparencia.
Los primeros días de la amistad
llevan siempre a la locura gloriosa del verano;
no sé de tiempo más feliz, a no ser
el de vagar al crepúsculo por las dunas
determinados días de septiembre;
pero la muerte rastrea por las piedras,
el corazón
impaciente por bajar al agua.
¿Qué puede un hombre esperar cuando
tan puerilmente
se expone así al sol en carne viva?