José Hierro sigue en nuestra memoria. Nunca le vimos alejarse de sus versos amados, de las palabras que dejan olor a mar y a tierra misteriosa. Su voz está como envolviéndonos con una cándida penumbra de música, con la mirada puesta en una playa del norte, con los ojos abiertos frente a un cuadro sorprendente.Está aquí compartiendo un vaso de vino, un paisaje sereno, la brusquedad de un vuelo de pájaros que huyen, el valor de un verso en un dominio de flores nuevas.
José Hierro nos aproxima a las calle de Nueva York, a los dominios de la luz marchita de Santander, a la cadencia de su melancolía y su verdad tan intensas. Vamos acompañando su vertiente de fruta y su costa de arenas limpias. Siempre el poeta en el tiempo y el laberinto de un poema: salimos hasta su encuentro en la memoria que nos reconstruye el retrato y la fuerza de su gesto.
Su mirada brota de sus ojos tamizados por un velo de libertad y de cercanía muy honda.
EPITAFIO PARA LA TUMBA DE UN POETA
Toqué la creación con mi frente.
Sentí la creación en mi alma.
Las olas me llamaron a lo hondo.
Y luego se cerraron las aguas.