Estos días de octubre siempre vienen cargados de infancia: la figura de santa Teresa, sus sabores escondidos en el recuerdo, la sensación de que todo comienza de nuevo después del verano ya clausurado, son siempre una iconografía repetida a lo largo de los años. No sé si esta participacuón con la vida de la ciudad nos puede conducir hasta el origen de estas sensaciones: tal vez solo permanezca en nosotros todo aquello que forma parde de la educación sentimental de nuestros sentidos, de nuestros anhelos, de los sueños en los que participamos con ahínco y con fuerza, dejándonos en el empeño la razón verdadera y frágil de nuestro sentir.
¿Hay una poética teresiana propia de esta identidad? Creo que sí, que una ciudad como Ávila (apegada a la tierra en la pétrea hondura de sus raíces), firmemente atrapada a una manera de mirar y de percibir la realidad, una ciudad tan amplia (mucho más de lo que imaginamos) que se concretiza en una sensación de libre encarcelamiento con el tiempo y el pasado, sabe también abrir los brazos a una anchura sin límites, y en ese contraste diluirse en los aledaños de la sinrazón y de la vida.
La poética teresiana se escribe en el blanco de los albos caminos de la belleza de la palabra, en un vuelo de insospechadas alas, en la morada luminosa de un castillo de cristal que deja entrever una luminosa imprecisión de imágenes secretas. Teresa de Jesús tiene que leerse en el lenguaje de las fuentes, en las claves de los manantiales, en el vacío de llos pozos más hondos del corazón. Hay que intentar acercarse hastas las costas donde se ofician los rituales más intensos del silencio de las olas...solo podremos saber hasta dónde se alarga la mano temblorosa de su poético significado cuando alberguemos la esperanza de encontrarnos, al menos un momento, próximos a la inmensidad de sus acantilados firmes y poderosos.
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